onocí a Pedro en un tiempo en que yo “joven” y muy interesada por la pintura, me matriculé en la Escuela de Artes y Oficios. Sin dejar de lado lo que aprendí en esa escuela, mis conocimientos y aprendizaje de la pintura los adquirí al conocer a muchos de los pintores que por aquel entonces ya despuntaban en el ambiente artístico de la ciudad. Aunque de maneras diferentes, todos hacían una pintura distinta a los clásicos que yo conocía. Me impresionaba su manera de ver y pintar lo cercano. Me enseñaron a ver la belleza en cosas tan cotidianas como unas ropas tendidas en una ventana, calles y casas en construcción y paisajes cercanos a los que de tan vistos, yo apenas prestaba atención. Eran los pintores a los que Moreno Galván llamó más tarde “la Escuela de Pamplona”. Viviendo en un país con una dictadura que, aunque ya le quedaba poco recorrido, iba a morir matando y una ciudad puritana y gris con las calles y fábricas en plena lucha por la Democracia, había un grupo de pintores en la Escuela y alrededor de ella, que soñábamos con la libertad de crear.

Entonces inicié mi amistad con Pedro que ha durado hasta la actualidad. Su vida y su pintura son una misma cosa. Mira para pintar y pinta para ver. Tengo recuerdos maravillosos de los paseos con Pedro y la Rubia (Carmen, su mujer) por las cercanías de Pamplona, la Ulzama, las salidas al monte, los bocadillos en la “Servicial Vinícola”, llenos de conversaciones y risas.

Pedro es un hombre tranquilo. Me gusta verle pintar en su estudio. Los pinceles ordenados y limpios, lo mismo que los colores. Su paleta impecable en contraste con la mía, un poco caótica. No importa las veces que tiene que poner una capa de color encima de la otra hasta dejarla con el color preciso, con la textura adecuada, con paciencia infinita. Te hace ver lo esencial, lo básico, sin nada que perturbe esa paz, esa belleza. No son pinturas que no solo te deslumbran de entrada, sino que son de largo recorrido. Las miras a lo largo del tiempo y nunca dejan de emocionarte.

Pedro es un pintor muy reconocido por sus pinturas de la ciudad y sus paisajes bellísimos, pero tiene una faceta menos conocida que son sus obras abstractas. Apenas han sido vistas en alguna exposición. Son pura geometría. En un mundo caótico y hostil en que vivimos, ver esas pinturas es un bálsamo para la mirada. Todo respira orden, armonía, paz y belleza. Te atreves a pensar que no todo está perdido en este mundo raro.

Estas consideraciones sobre su pintura son una visión muy particular de un pintor al que considero mi amigo. No podría ni sabría hacerlo de otra manera. Cuando después de varios años fuera volví a Pamplona, me apunté a sus clases para retomar mi pintura. Él me ayudó a ponerme de nuevo en marcha. Sus consejos, sus conversaciones siempre certeras sobre mi pintura me dieron la confianza que necesitaba. De vez en cuando venía a mi estudio a ver mi obra y siempre me decía no lo que quería oír sino lo que tenía que oír. Siempre le agradeceré su sinceridad y confianza.

Es también un hombre que quiere y sabe escuchar. Se interesa por todo y se mete en todos los “jardines”: pintura, arquitectura, teatro, música, cine, etc. En algunas ocasiones nos convocaba a varios pintoras y pintores amigos a su estudio para charlar sobre pintura. Como buen anfitrión, siempre había una mesa preparada con jamón, chorizo, queso y algún dulce y por supuesto, una botella de buen vino. Eran dos o tres horas de conversaciones en que todos aprendíamos de todos. Su amabilidad y su sentido del humor hacen de él un hombre cercano.

Su papel en la escena cultural navarra ha sido constante. Su preocupación e interés por conocer las variadas respuestas de todos los creadores le han llevado a organizar numerosas exposiciones colectivas de pintores navarros.

El premio Príncipe de Viana es un merecido reconocimiento a un hombre al que considero esencial en la cultura navarra.

*La autora es pintora