n palabras de Ignacio Aranaz, “Salaberri es un pintor que conoce y practica virtudes tan en desuso como la humildad, la honradez y la amistad. Participa, en el gesto, de la audacia y de la prudencia inteligente; su cabeza se adelanta y va detrás de la barba afilada, mientras el cuerpo mantiene una posición de retaguardia: quiero decir que Salaberri es un pintor cóncavo, sin que este adjetivo señale ninguna cualidad pictórica, sino más bien un rasgo físico que deja ver la forma de su alma, su forma de ser, de manera que tiene una disposición innata al recogimiento y al acogimiento, como esos hombres que tienden los brazos en semicírculo para estrechar un cuerpo o madurar una idea”.

Yo admiraba a Salaberri antes de conocerlo personalmente. En aquellos inicios de los años 80 mi hermano Jokin empezó a pintar en el taller que Mariano Royo compartía con Pedro. Mi hermano mayor me enseñaba los cuadros que iba pintando y me hablaba de los maestros que iba encontrando mientras me inoculaba el gusanillo del arte contemporáneo. Cómo olvidar la curiosidad y la envidia que me provocaban las cenas de aquel grupo de artistas algo hippies que se juntaba en La Servicial Vinícola para compartir sus aventuras creativas y cambiar el mundo. Seguramente aquella admiración, junto al impacto que me supuso el encuentro con Jorge Oteiza -debería haber un nombre para el síndrome que causa conocer a un genio- avivaron mi entusiasmo para emprender el viaje, como futuro historiador del arte, al entonces lejano Madrid.

Cuando regresé a Pamplona tuve la suerte de volver a encontrarme con Pedro en las primeras exposiciones que organizamos en la Sala de Zapatería-40. Fue entonces cuando ese hombre “cóncavo”, me acogió. Él me introdujo en el ambiente artístico de esta ciudad que añoraba desde la distancia. Pedro, desde su inagotable curiosidad, lo sabía todo sobre el ecosistema cultural local y yo tuve el privilegio de ir adentrándome en él de su mano. Desde entonces ha sido un sabio y generoso consejero con quien he compartido proyectos artísticos como La Ciudad recreada expuesta en el Monumento a los Caídos o aventuras de riesgo como la Colección de Arte Contemporáneo para la ciudad. Él me ayudó a conocer los estudios y los trabajos de los creadores locales que iniciaron la colección.

Me siento afortunado al entrar en su estudio, no porque en ocasiones sea difícil acceder a esos lugares íntimos-mágicos de creación. Lo es porque Salaberri abre su puerta con generosidad y tras ella se encuentra un hombre que vive y trabaja incansable por el arte. De forma pausada y cómoda, habla y despierta tu inquietud, explica la última exposición que ha visto, la comparte y te motiva a verla. Pero, sobre todo, te pregunta. Pregunta con un interés que da valor a lo que vas a decir, obliga a pensar y provoca un discurso meditado, un diálogo en el que siempre te llevas algún pensamiento sabio. Y así, como es, pinta.

Recorrer las paredes de su estudio y descubrir sus nuevos trabajos supone siempre un gozo. Contemplar los cuadros por hacer, los felices hitos hallados en su largo viaje, significa compartir un paseo delicioso por el camino de un artista que disfruta del arte y que disfruta pintando aquello que le gusta y emociona.

Salaberri dibuja de una manera concisa. Delinea ligeramente, va estratificando y construyendo el cuadro con colores nítidos: sus colores, muchas veces dispuestos en convivencias insospechadas. La planitud del cuadro se ordena y busca la profundidad con las perspectivas de su mirada, con las geometrías de sus sentidos. Pinta siempre con óleo. Su lento secado y su untuosidad aportan un empaste cálido, la sensualidad que busca en sus cuadros, cuya superficie alisa con la espátula y acaricia con suaves trazos de pincel. La fina textura, aterciopelada, cambiante para el que sabe mirar despacio, se logra con sólo un leve cambio en la pulsión o la dirección de sus pinceladas, como un viejo maestro japonés que esconde su maestría técnica, con la misma humildad que le hace esconder al trasluz tanto la mano del artista como su cotizada firma.

Pedro suele reivindicar con humor el arte que no hay que enchufar. Desde luego sus cuadros no necesitan cajas de luz. Los horizontes de sus cuadros siluetean skylines conformados por la luz, casi siempre crepuscular, de atardecer o de amanecer. Esa luz especial inunda sus colores dotándolos de un halo especial. Una luz que, a veces, nos sorprende cuando la descubrimos en la naturaleza y, en un instante mágico, percibimos que es ésta la que se parece a los cuadros de Salaberri y no al revés.

Al pintar, recrea los escenarios sin melancolía, lo hace con la alegría de revivirlos. Son la crónica de un eterno paseante que capta las imágenes y luego las delinea y ordena con el dibujo. Busca la emoción en las manchas de color. El paseo del artista se convierte en un acto de generosidad: quiere contarlo y compartirlo con nosotros. Desarrolla una pintura austera, nada complaciente, buscadora de la belleza en sus esencias. Para su maestro y amigo Pedro Manterola, “sus obras tienen un encanto poético y militante a favor de la soledad y el silencio”. Como haikus, sus cuadros son poemas precisos que nos trasladan, con muy pocas palabras, a un momento de emoción.

Sus cuadros son amables y acogedores para nuestros sentidos. Pinta los cuadros para ir a vivir en ellos. Si hay ratos buenos y malos en la vida, prefiere pintar los buenos. Quiere vivir y pintar en armonía, quiere que su pintura sirva a los demás para estar mejor. Su mirada rescata las cosas sencillas antes de que olvidemos cómo son, muestra que también lo hermoso está a nuestro alrededor. Salaberri es un pintor del deseo. Como Matisse, quiere que sus cuadros sirvan para dar placer, para hacer más felices a los otros. Pero además nos dice que la belleza también supone un esfuerzo: nosotros la tenemos que buscar, hay que saber mirar para que entre en nuestra vida. Sus cuadros nos ayudan a encontrarla. Pedro es consciente de que la sensualidad lleva al conocimiento por un camino mucho más hermoso que el que nos indica la razón.

Pedro me habla del eterno fluir. Cada vez se parece más a un sabio monje budista. Para él cada día es un tiempo para estrenar. Constantemente hay que inventarse la vida y, cada mañana probar el primer desayuno del mundo, coger la paleta recién pulida, sin rastro de cuadros anteriores, y como el calígrafo japonés, limpiar la mente mientras prepara sus utensilios. Como el que, sabiendo ya andar, prepara su indumentaria, encera sus botas y aprovisiona su mochila para recorrer un nuevo camino y enfrentarse al primer cuadro de su vida. Un cuadro, un mundo. Vivido para pintarlo, pintado para irse a vivir en él. El viejo refugio del arte como él dice: “necesito un espacio para recogerme en él a imaginar el universo”.

Entre sus paisajes y sus miradas urbanas, Pedro se divierte en sus placenteros interiores, las flores o sus obras abstractas donde se deja llevar por la intuición, las formas y colores que nos llevan a repensar la historia del arte (en homenajes a Malevitch, Mondrian, Rothko, Halley...). Como él expresa, “este conjunto de cuadros ha sido un espacio íntimo de libertad. En él me he dejado llevar por lo que parecía un hallazgo, o una buena relación entre colores, o un tamaño adecuado. Una forma hermosa de no ponerme obligaciones y pintar sin urgencia ni objetivos, con el placer de hacerlo lo mejor posible”.

En la intimidad conserva sus más queridos regalos: “el paisaje que más me renueva (y se renueva) son las personas, la naturaleza le lleva al artista a la soledad y yo quiero vivir entre las personas”. Pinta a sus amigos y, sobre todo, a su familia: “el retrato de mis seres amados es para mí el paisaje más querido”.

La curiosidad y la generosidad de Pedro Salaberri como artista encuentra reflejo en su actitud siempre atenta y colaboradora para enriquecer y dignificar la vida cultural de nuestra ciudad. En la exposición de méritos que Javier Balda realizó para defender la candidatura de Pedro Salaberri al Premio Príncipe de Viana destacaba: “es además un artista atento y conocedor del panorama cercano del arte; no ha dejado de animar e impulsar las inquietudes y las carreras de muchos artistas, dando clases, orientando y tejiendo complicidades y colaboraciones con artistas de toda clase, edad, y tendencia estética. Ha sido comisario de exposiciones para dar a conocer a nuevos artistas o investigar sobre otros, ha colaborado asimismo con su opinión en textos y en tareas públicas e instituciones, como asesor, jurado y divulgador del arte. Toda una labor que le ha convertido en un artista reconocible y reconocido... Un artista muy querido por muchos compañeros artistas pero también por un público muy amplio, que admira su arte”. Para Salaberri, a ciertas horas de la tarde, “Pamplona es un talismán”. Yo, en momentos de especial hermosura ya sea por la luz, la forma en que los vivo o los miro, encuentro paisajes, esquinas, personas que parecen cuadros de Perico. Instantes de emoción que no hacen sino acrecentar mi admiración por su arte, mientras sigo disfrutando de su sabiduría y amistad.

*El autor es técnico de Artes Plásticas del Ayuntamiento de Pamplona y miembro del Consejo Navarro de la Cultura y las Artes