El esprint de Cavendish comenzó a 2.100 metros de altura, cuando el domingo, en Tignes, en la tripa de los Alpes, evitó el fuera de control. Esa fue su mejor victoria. Emocionado, aliviado y feliz, Cavendish lloró. Su Tour, el del renacimiento, está repleto de emotividad. De lágrimas. Cavendish es una resurrección. Un Lázaro. Sabía el velocista de la Isla de Man que soportar el peso de los Alpes era elevarse a la gloria en Valence. Su festejo en Tignes, abrazado a sus compañeros, era un canto a la supervivencia. En Valence repitió la postal para el álbum de familia. Conquistó su 33ª victoria de etapa en el Tour para tocar el hombro a Eddy Merckx, el campeón infinito. El belga sumó 34 laureles en la carrera francesa.

Cavendish, que hace no tanto era un ciclista con rostro cansado despidiéndose hacia el ocaso con las piernas apolilladas y la moral danzando melancolía en la penumbra, es ahora un velocista pizpireto. El británico ha rejuvenecido. Vive en un flashback. Más viejo, 36 años, pero vigoroso como en sus días de gloria, Cavendish es un almacén de confeti que desparrama por la cartografía del Tour. Su tercera victoria al esprint, amo y señor de la velocidad, le conducen a un palmo de un ser mitológico: Eddy Merckx. Lo imposible es para Cavendish, impulsado por la pértiga de Lefevere, muy probable. El británico es una cosechadora de triunfos. El pedestal de Merckx se tambalea. Lo zarandea el enérgico Cavendish, un culturista de la velocidad que levanta etapas con una tremenda arrancada.

Después de un día con las piernas colgadas de la hamaca del descanso, el Tour se desperezó somnoliento más allá del mediodía. Digerido el criminal primer tramo de la carrera, donde gobierna la dictadura de Pogacar, al que le tuercen el gesto por sus gestas, se trataba de estirar un rato más el descanso en la mecedora del solaz. Sosiego y paz. Incluso en paisajes distendidos, en carreteras que se oponen la laberinto de la Bretaña, se sucedieron las caídas.

Porte, consumido, Thomas, golpeado, visitaron la desdicha con una impacto leve en medio de la desgana. Solo Hugo Houle y Tosh Van der Sande, que tienen nombre de escritores, estaban dispuestos a redactar algo distinto, alternativo al esprint en Valence, la puerta al sur de Francia. La carrera, tiranizada por el fenómeno esloveno, giró el foco sobre asuntos de menor trascendencia, como el emparejamiento entre Houle y Van der Sande. Ambos rodaron con la ilusión de los ilusos. Nutrieron el desván de los kilómetros del olvido. Caminos de polvo y cosechas.

El amenazante viento generó inquietud. También el paso de Saint-Just-de-Claix. Los pueblos son un reclamo de dificultad. Elevó el ritmo cardiaco del grupo, con el cosquilleo nervioso en el estómago. Alerta. El olor a riesgo, la percepción del peligro, estimuló al pelotón, que minimizó la fuga en una carretera estrecha. Callejón sin salida. Sonó el despertador. Creció la actividad. Pogacar situó a sus costaleros en la proa entre tierras de labranza. La tierra es para quien la trabaja. La Grande Boucle posee el suelo más cotizado del ciclismo. Nada tan caro. Cavendish, el otro epítome de este Tour, el hombre que acecha a Merckx, que quiere morder al Caníbal, se plegó en el calor de los suyos. Cordón umbilical. En Tignes, los sherpas del Deceuninck le rescataron del fuera de control. Lloró entonces el británico. Su mejor triunfo. El de la supervivencia. El renacido era un tipo feliz vestido de verde bajo un cielo estampado de mil grises.

Una chepa, apenas una nuez que sobresalía del cuello de la carretera, estranguló la fuga y animó al BikeExchange, que piensa en Matthews y su blig-bling. Al velocista australiano le faltan lentejuelas en los debates de velocidad. Apagado por Cavendish, un neón verde. Entró el pelotón en stand by en una llanura que recoge cereal. La manada de lobos de Lefevere colocó la marcha cuartelera en un paisaje bordado con el hilo del color de los campos de lavanda. Alaphilippe, campeón del Mundo, señalaba el sur. Colbrelli, que decía sentirse en el mejor estado de forma de su vida, perdió el norte. Se le encasquilló la bici. Con el pelotón atizado por el látigo del Deceuninck, supurando frenesí, el esprinter italiano se quedó afónico gritando su desesperación. Gesticuló con la cabeza. Negando. La muchachada de Cavendish se atemperó. Vida para el italiano.

ABANICOS

Los lobos, feroces, afilados los colmillos, se agitaron con el viento y la velocidad. Cada estrechamiento, cada giro, era un festín de tensión. El pelotón era elástico hasta que se produjo una rotura por estrés. El líder, fuerte y poderoso, mantuvo su estatus delante. También Carapaz, Urán, Mas, Kelderman y Vingegaard. Se ensanchó la carretera y se soldaron los dos grupos. En el extrarradio de Valence, Ineos acunó a Carapaz. El Deceuninck, sobrexcitado, persiguiendo a Merckx, dispuso a Alaphilippe como guía de la manada. Macho alfa. Una rotonda a 250 metros era la trampa.

Los lobos la atravesaron sin que el cepo se activara. No hay nadie capaz de sombrear a los lanzadores de Cavendish. Morkov, un tractor, se erizó. El británico se metió en su bolsillo. Un pájaro sobre la cruz de un rinoceronte. Llegado el momento, Cavendish pulsó el botón de ignición. Queroseno. Ni el esplendoroso Van Aert ni el insistente Philipsen pudieron esposar al proyectil del Tour. El pequeño Cavendish es demasiado grande. Gigante verde de la carrera, Cavendish puso cerco al récord de Merckx. Está a solo una celebración del belga. Cavendish toca el hombro de Merckx. Acaricia su marca, dispuesto a morderla. Cavendish quiere comerse al Caníbal.