En algunos hogares me he sentido discriminada”. Lo dice Teresa de Jesús Fuentes, una salvadoreña de 52 años que lleva diez realizando tareas domésticas y cuidando a mayores y niños de familias vizcainas. A los suyos los tuvo que dejar en su país. “Varias veces me quedé sin trabajo y completamente desprotegida porque no teníamos derecho a paro”, lamenta con las muescas de sus penurias en la memoria.

Ese desamparo no debería volver a repetirse, aunque aún es posible. Tras el real decreto aprobado el pasado martes por el Gobierno español, las trabajadoras del hogar podrán cobrar la prestación por desempleo, pero antes deberán cotizar por ella, a partir del 1 de octubre, durante un año. “Si en ese tiempo me quedo sin trabajo, me quedo en la calle, igual que antes de la reforma. ¿Por qué las que llevamos tantos años pagando la Seguridad Social no entramos en el paro ya? Porque no es algo que nosotras no hayamos querido, sino que no nos han dejado. Se nos ha discriminado y se nos sigue discriminando. Es una ley hecha a medias”, denuncia Julia, una bilbaina de 60 años que lleva toda la vida trabajando de empleada de hogar y tiene 39 años cotizados.

Aunque la reforma le parece “una buena noticia”, Julia recalca que es “insuficiente” y que este sector debería “entrar en el Régimen General con los mismos derechos y obligaciones que todos los trabajadores”, algo que, según dice, no deja de posponerse. “A las que estamos a las puertas de la jubilación nos interesa cotizar por sueldos reales, como hacen todos los gremios, y no por tramos. No se puede entender que una persona que gana 920 euros cotice lo mismo que la que gana 1.050. Hay mucha diferencia”, censura Julia, quien critica asimismo “la falta de asesoramiento” por parte de la Seguridad Social a los empleadores. “A nuestros jefes no se les pone nada fácil darnos de alta, no se les informa de los cambios que hay y tienen que hacerlo todo por internet. ¿Y el que no tiene? A veces tenemos que ayudarles nosotras”, afirma.

Encantada con su profesión, porque “trabajas para personas que te necesitan y es como convivir con tu familia”, Julia reconoce que sus experiencias han sido buenas. “Estuve con una familia 17 años. Me fui yo, sin indemnización ni nada, por mi salud porque llega un momento en que las personas mayores te absorben mucho. A los 15 días estaba trabajando donde estoy hoy, con un matrimonio. Me considero poco valorada en las instituciones, pero por mis jefes no”, aclara. De hecho, dice, “antes la empleada de hogar era la chacha, a la que se miraba por encima del hombro, y ahora la sociedad está más concienciada, pero a nivel de Seguridad Social y normas del Gobierno, estamos discriminadas. La reforma es positiva, pero queda mucho por lo que luchar”.

“Te sientes desvalorada”

Teresa llegó a Bilbao hace once años con la pena infinita de dejar a sus hijos, de 6 y 10 años, a cargo de los abuelos en su país. No conocía a nadie. No tenía “papeles”. Ni dónde empadronarse. “Al inicio fue muy duro, muy difícil”, recalca. Con la ayuda de unas religiosas, empezó a trabajar de interna. “Tenía buenas condiciones, pero, al ser un chalé, era muchísimo trabajo. Cuando tenía libre me iba a los parques a llorar porque veía a los niños jugar y quería tener a los míos conmigo”. También, recuerda, estuvo en una casa de Erandio. “Sin contrato, porque estaban probando a las personas que iban a trabajar y se murió la señora a la que cuidaba”, explica.

Cuando consiguió ahorrar el dinero suficiente para traer a su hija, Teresa trabajaba de interna en otra casa en Bilbao. “Estaba con contrato, me pagaban muy bien y era una gente muy cercana. Llevaba un año, empatizábamos bien y estaba contenta, pero cuando pedí trabajar de externa para poder atender a mi hija no hubo manera. Esperé encontrar entendimiento y fue otro ramalazo”, cuenta.

Teresa perdió el empleo y se vio de nuevo en la calle, sin colchón económico ni de ningún tipo. “Fue duro, empezamos a sufrir las dos. Me tocó ir a trabajar a Txurdinaga por horas y alquilar una habitación en Etxebarri, donde pasamos mucho frío porque no teníamos condiciones”, rememora. Después estuvo cubriendo vacaciones en una empresa de limpieza y vuelta al trabajo del hogar. “Ahora llevo un año en una casa cuidando a un niño”, apunta esta trabajadora, que ha tenido que oír cómo otro menor al que atendió le decía: “Vete a tu país, no te queremos aquí”. “Me hacía sentir mal porque pensaba que se lo habría escuchado a sus padres”, confiesa con tristeza.

De todo este periplo laboral, Teresa ha extraído la conclusión de que “hay distintas formas de comportarse dentro de la gente empleadora”. De hecho, dice haber sentido desde “discriminación” a “indiferencia”. “A veces te sientes desvalorada”, afirma. Los periodos en los que estuvo desempleada, a falta de paro, tuvo que aferrarse al salvavidas de Cáritas, organización que “aboga por la contratación digna en el sector”. “La pandemia me cogió sin trabajo y me dieron dos bonos de alimentos para paliar la situación. Mi hija estudió hasta la ESO en un colegio concertado de religiosas y también me echaron una mano con los uniformes y los libros”, agradece con la esperanza de valerse por sí misma.