BUSCO una manera de pensar sencilla para comprender qué me está ocurriendo y qué está ocurriendo fuera, en este grupo humano, continuamente zarandeado y confundido que llamamos sociedad.

De niña, confiaba. Me apoyaba cómodamente en la retahíla de principios que recitaba la monja desde el estrado con aquel aire de rectitud y severidad incuestionables. Solo alguna vez, mientras descubría rostros y formas inusitados en el jaspeado del sintasol del baño, me asaltó la duda. ¿Quién era ese Dios omnipotente, cuya entidad se desplegaba en tres personas distintas? Un concepto inasible. ¿Era aquel Jesús realmente el amigo y compañero que decían? Y si así era, ¿dónde estaba cuando las listillas de clase se mofaban de mi ingenuidad? ¿Era cierto que había resucitado? ¿Y si el cielo y el infierno fueran unas simples invenciones? ¿Y si, en realidad, hasta Dios y Jesucristo lo fueran? Preguntas turbadoras. El principio de una profunda brecha, que no volvería a cerrarse.

Los existencialistas franceses lo llamaban Le Gouffre, es decir, un espacio sin fondo, donde no es imposible llegar a tocar alguna vez pie: el abismo.

La fe se va. Pero los principios quedan. Queda la simple creencia en la bondad recompensada, así como en la maldad castigada. El bien atrae el bien. El mal atrae el mal. De eso no estoy ahora tan segura. Yo también me he vuelto descreída. Hace unos siete años monté con una vecina un pequeño local de comida rápida con paredes de colores vivos que atraían a los más jóvenes. Pedí un préstamo de varios millones, avalada por el piso de mis padres. Me dejé enganchar, tan simple como un pez por la carnada: me metí en unos cuantos miles más para renovar el suelo y los muebles del salón. Un capricho, aparentemente sin importancia. ¿No desea acaso remozar también el resto de la vivienda? No, respondí entonces. Y el empleado del banco frunció la boca, sin disimular su decepción. Su recompensa económica sería inferior a la esperada.

El empleado de banca no era mal hombre. Quizás el directivo tampoco lo fuera. Seguro que habían experimentado alguna vez esa especie de embriaguez sublime que a veces provoca una pieza musical o la escena impecable de cierta película. Eran, con toda probabilidad, buenos padres de familia y esposos, o quizás no, quizás solo fueran simples puteros. Nada que se saliera de lo normal. Aparte de una debilidad cada vez más marcada por los artículos de lujo, el inefable placer de sentirse parte de un grupo privilegiado capaz de despertar la envidia de muchos.

Mi vecina y yo firmamos entonces el contrato de hipoteca. Durante los primeros años logramos a duras penas sacar un humilde salario tras saldar todos los gastos. Luego el trabajo disminuyó y mi socia intentó buscarse la vida como operaria en una fábrica. Fue entonces cuando me vi atrapada por una deuda aún mayor y por el miedo constante a no poder hacer frente a las letras de finales de mes. De modo que se me ocurrió regresar a la misma sucursal bancaria: solo tres mil, euros, dije. Solo un respiro. El empleado, el mismo de entonces, me miró con cierto gesto de cansancio y me hizo pasar al despacho de su superior. Al día siguiente presenté el informe de pérdidas y ganancias y el balance de situación. No es rentable, me dijeron. Su empresa tiene demasiado riesgo. Hace poco más de un mes, escuché en el noticiero que los bancos habían recibido una nueva remesa de dinero. ¿Habían sido miles o millones de euros? Anteayer mismo leí un titular: escándalo por las jubilaciones millonarias de tal y cual directivo bancario. La cosa parecía bastante simple: después de tanta palabrería incomprensible, tras tanta prima, tanto riesgo y tanta mala leche imbuida desde los medios en cada informativo, había solo egoísmo, puro egoísmo. Y placer, el placer de manejar al resto.

¿Dónde se habían quedado los principios de solidaridad, de trabajo en común, de confianza en un grupo que ha superado el impulso básico e infantil del egoísmo más descarado?

Esta tarde veo caminar los transeúntes bajo la lluvia. En el local solo hay una pareja tomando un café con leche, ella, y un bollo de azúcar, él. No pasan de los veinte años. Me inspiran una cierta tristeza y me pregunto si ellos también se sienten estafados.

Ahora, mientras voy apagando las luces del local ya desierto, sé que he sido engañada en aquel colegio de monjas con suelo de caramelo y que aún hoy, los listillos de siempre siguen mofándose de mi empeño en mantener la inocencia, la limpieza de pensamientos y de actos.

A pesar de todo. Me pregunto incluso, si no habrá entre ellos alguno de mis ex compañeros de clase.