SI algo se puede esperar del arte de vanguardia es que siempre te sorprenda, que cada vez que te enfrentes a él sea algo diferente, motivador, cuestionable, que te demuestre que el arte no puede detenerse, que está condenado a la búsqueda de nuevas respuestas. Así que cada vez que se acerca la feria de Arco una tiene la esperanza de entrar en ese gran comercio artístico para salir con la sensación de que todo cambia aunque sea para seguir igual, que el arte no se detiene ante la crisis ni ante nada. Eso sería lo ideal, salir de Arco con los bolsillos de la imaginación llenos, con el espíritu crítico en alza y las ideas claras sobre el devenir del arte que nos rodea. Pero no sé si sigue siendo así. Arco nació como lo que todavía es, una feria para comprar y vender, para poner precio al trabajo del artista, para que los coleccionistas privados y públicos, tuvieran dónde invertir en tiempos en los que había dinero para gastar y todo estaba por hacer en materia de coleccionismo. Tuvo años gloriosos en los que eran tantas las apuestas innovadoras que los ojos no acumulaban todo lo que veían y las fotos no alcanzaban a reflejar tanto arte "raro". Este año antes de que se inaugurara, la Feria ya tenía una imagen, la del dictador Franco congelado en la máquina de Coca Cola, obra de Eugenio Merino, ese artista que año tras año crea la obra que más da que hablar. Mirando esa pieza, Always Franco, vale preguntarse si es arte o no, no por su valor, sino porque no resulta sorprendente. Y no hay arte sin sorpresa. Pero quizá la culpa no sea del arte, sino de que son ya demasiados años de franquismo congelado.