Konrad Lorenz, uno de los creadores de la etología como ciencia, que trata del comportamiento de los animales, extensible en buena medida al humano, el mismo año de la concesión del Premio Nobel de Medicina, en 1973, publicó un ensayo basado en la conferencia que diera el anterior en homenaje a su amigo filósofo Eduard Baumgarten con el título de Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. En dicho ensayo, mostrando una rabiosa actualidad, se recogía la siguiente reflexión: "El confinamiento de muchos seres humanos en espacios muy angostos no sólo acarrea indirectamente una deshumanización incipiente con el agotamiento y entorpecimiento paulatino de las relaciones interhumanas, sino que también suscita un comportamiento agresivo y definitivamente directo. Se sabe, por muchos experimentos con animales, que la agresividad dentro de una misma especie suele acrecentarse con el confinamiento". Resulta una paradoja notable, por ende, que en esta crisis pandémica las estadísticas muestren una notable mortandad entre colectivos que previamente a su aparición, como es el caso del hacinamiento de muchos de nuestros mayores, ya se encontraran confinados. Y quede claro que la crítica no va para con las prácticas profesionales -aunque a veces también - ejercidas en los centros residenciales y geriátricos, sino con un modelo de sociedad que hace que veamos con total naturalidad esta función marginalizante del ser que la habita en espera de su último día. Por ello mismo, no deja de ser otra paradoja el que como solución, epidemiológica y sanitariamente justificada desde el higienismo, se haya optado por el confinamiento de prácticamente toda la sociedad.

Es esta una lógica del confín que apunta claramente hacia los límites de un modelo civilizatario del que se sabe hace tiempo va dando muestras de agotamiento en sus consecutivas crisis habiendo sido denunciada en las correspondientes visiones decadentistas de Spengler o, matizadamente, Lorenz. A no olvidar que una década más tarde de la ahora recordada pandemia de 1918 se produjera el colapso, el Crash, de la bolsa neoyorkina en el interregno entre dos guerras mundiales. Cuestión que quizás tenga más que ver con la sincronicidad acontecimental -un puente entre mente y materia al decir de F. David Peat - que con el determinismo historicista de la misma. Aun, no obstante, confiamos en la capacidad homeostática de recuperación de un sistema garante del consumo, siquiera a partir de los números rojos, por encima de cualquier otra consideración. Y posiblemente así vaya a ser, aunque el que lo sea no signifique, en modo alguno, ni conveniente ni adecuado.

En escrito anterior me cupo recalar en una peculiaridad añadida del juego del lenguaje que en ocasiones parece traicionar el sentido de la frase escrita, puesto que aparentemente con igual o parecida expresión, sin embargo, las palabras confinamiento y confinación no significan exactamente lo mismo que confinidad. En el primer caso, confinar tiene como primera acepción la de lindar con algo bien sea territorio y accidente geográfico, y como segunda la de un destierro que garantiza la libertad del desterrado siempre dentro de unos límites geográficos determinados. Por si fuera poco, esta palabra cuenta con una tercera acepción dada en el momento actual, según el grado de la alarma sanitaria, cual es aquélla de "recluir dentro de límites", dando pie a la hilaridad provocada por la casuística generada en su aplicación debida a la diversa gradación de la accidentalidad político-administrativa en las diversas configuraciones territoriales. Complementariamente, la confinidad es definida como "proximidad, inmediación, contigüidad". Habremos de preguntarnos, en todo caso, cuál es el grado de libertad que se garantiza contra la propia voluntad. Al fin y al cabo de ese Gran-Uno hegeliano en que consiste todo estatismo se deriva, en cierto modo, la secularización de un monoteísmo religioso en forma de adoración y sumisión hacia el Poder. Tesis renombrada, si no recuerdo mal, por Karl Löwith, que además habrá de añadir como: "Fueron necesarios mil quinientos años de pensamiento occidental antes de que Hegel osara transformar los ojos de la fe en los ojos de la razón, y la teología de la historia fundada por Agustín en una filosofía de la historia que no es ni sagrada ni profana. Es una mezcla notable: la historia de la salvación es proyectada al plano de la historia del mundo y ésta es elevada al rango de historia de la salvación. El cristianismo hegeliano transmuta la voluntad de Dios en el espíritu del mundo...". Debido a ello, no es de extrañar que Shestov en su día afirmara que por mucho relumbrón este filósofo, en la estela de Anselmo, Descartes y Spinoza, en el fondo de su ser no creyera en Dios.

A todas luces, sin distinción de credos e ideologías gobernantes, aun participada por agentes pseudorrevolucionarios, este espíritu nuestro trata a toda costa de recuperar el pasado reciente basado en el crecimiento exponencial, y ni de lejos plantea una revisión de tan nefasta expectativa que desde la insigne opinión de personalidades como la mencionada del nobel Lorenz aboca al suicidio colectivo. Lo hace, principalmente, en torno a la propia voluntad de mantenimiento de la carrera armamentística, aun de tapadillo, y del antropocénico cambio climático derivado de su 'civilizadora' opción. Y es que en el fondo de la cuestión, algo en lo que Löwith también penetrara, se encuentra el hecho suficientemente constatado de que "...el hombre moderno [€] no cree en un gobierno de los acontecimientos ni por el destino ni por la providencia. Imagina que el futuro puede ser creado por él mismo; lo cree insondable porque él mismo quiere crearlo". Bien se pudiera añadir, "a imagen y semejanza".

La cuestión de fondo, para quien esto escribe, planteada por la crisis coronavírica es si para los considerados responsables de nuestra encierro respondiendo a las exigencias del Sistema (como "todo aquello suficientemente homogéneo para merecer tal denominación" en la definición dada por Paul Weiss siendo recogida por Lorenz cuando habla del confinamiento), este anecdótico acaecimiento referido a la salubridad individual y comunitaria, cuyo siniestro reaparecer histórico marca tendencia, haya de suponer un punto y seguido, o, sin perder el tono del relato en cuanto contenido y continente, como mucho, un punto y aparte; ya que la opción de que vaya a ser el punto final que dé comienzo a uno nuevo queda apriorística y razonablemente descartada.