e ponen nervioso los 28 de diciembre, también los primeros de abril en el resto del mundo, cuando muchos medios de comunicación, instituciones y hasta particulares se dedican a contar mentiras para echar unas risas. Durante años he ido cayendo en más de una de esas inocentadas porque, ingenuo de mí, todavía considero que algo publicado tiene que ser cierto esencialmente, con matices pero al menos noticiable... Ya, en esta época de las mentiras difundidas constantemente, de las postverdades y las paparruchas al servicio de las redes y sus propietarios, ser inocente es una práctica de riesgo. Es decir, ahora nos pasamos el año con la mosca detrás de la oreja, releyendo las cosas y buscando, si se puede, el fact checking que corrobore o refute la afirmación. De esta manera, lo del 28 de diciembre ya no tiene sentido. Hay algunos medios que viven cada día el día de los inocentes (sus lectores), publicando mentiras en las que solo dudas si es una astracanada humorística o la realidad enferma de quien la crea. Sumemos a esa gente en la cosa pública capaz de hacer de la inocentada su política diaria. No pongo nombres, ya saben...

En cualquier caso, hemos desterrado la veracidad como valor fundamental en la comunicación. Remplazada con la verosimilitud: de hecho ponemos más valor en que el engaño esté bien hecho. Desde un punto de vista de la ética esto deja a nuestra sociedad un poco por los suelos, pero en el capitalismo de la atención, de la extracción, del deseo voraz, qué más dará la ética siempre que se permita que nada cambie mientras todo cambia. Hoy iba a haber escrito de las vacunas ya por aquí, de lo maravilloso que es ese código antinatural escrito en forma de molécula que consigue protegernos de la infección del coronavirus, pero es que no es el día, mejor el año que viene.