las 5.32 de la madrugada de hoy, cuando los sueños ya se han biodegradado, ha entrado el verano. Mucha gente se dispone a ser plenamente feliz. Otros muchos sienten su cabeza llena de niebla que es como decir que la felicidad es cosa de otros. Pero hace días que el optimismo circula por la ciudad a toda velocidad. Como un cuerpo que no obedece a los dictados.

El otro día acompañé a una amiga a por la segunda dosis de vacuna. En el pabellón de la UPNA se respiraba ese tipo de ambiente que antecede a una noche loca. Mucha gente que hacía tiempo no se veía, se reconoció allí, en las filas de la inmunidad. Se les veía felices. Y reían porque de allí saldrían con el futuro asegurado en el brazo. Y si no lo excavarían con sus propias uñas. Porque la gente quiere volver a lo de antes. Aunque Israel siga sulfatando los campos palestinos con versículos cargados de metralla.

Anoche, mientras paseaba por lo viejo, me fijé que tras los balcones, abiertos de par en par, se oía el fulgor de algunas pasiones que este virus había adormecido. Y se oían las chicharras que anunciaban un sopor vespertino que sólo se aguantaba al lado de un daiquiri. Por eso, las terrazas se habían multiplicado en aquella ciudad que acumulaba un largo invierno de resaca y contrición. Desde las mesas, repletas de cervezas frías y raciones de calamares fritos, uno podía contemplar el mejor zoológico de una ciudad que buscaba su liberación.

Es verano. En el pecho de muchas adolescentes se ha producido una gran explosión imposible de controlar. Algunos ancianos que habían sobrevivido a la pandemia llevaban una medalla en el pecho. Muchos dormitaban a la sombra de los tilos en busca de la inmortalidad. Mi amiga se vacunó. Y salió pletórica, como se sale del final de una batalla. Y me dijo: la madurez consiste en secarnos con la dignidad de un patanegra. Es verano.