finales de los 70 José María Íñigo introdujo en su magacín de fin de semana en la tele, Fantástico, una sección donde un estrafalario sujeto, El Conseguidor, encarnado por el actor Julio Riscal, hacía posible los más improbables deseos de la gente. Era algo de otro mundo: ¿quieres conseguir mascarillas antes que nadie? Entonces el Conseguidor, como un duende de los cuentos, te ponía las mascarillas en avión desde China. Parecía haber algo de montaje televisivo detrás pero jugábamos a creérnoslo como jugábamos a pensar que era posible una democracia plena manteniendo todo lo orgánico del estado franquista sin eliminarlo. Nadie imaginó entonces, y mira que habría dado juego, que ese personaje se quedara con una parte del dinero involucrado en cada deseo. Unos milloncejos por facilitar la venta, el trabajo... esas cosas. Al fin y al cabo todas las redes económicas y políticas eran clientelares desde siempre y ese cazo estaba hasta bien visto por esa sociedad casposa que sigue siéndolo. El Conseguidor era evidentemente una ficción porque le faltaban facilitadores, primos y comisionistas.

Esos han durado más que aquel programa de TVE, los hemos tenido y seguiremos teniendo. Con toda su impunidad y a pesar de que las reglamentaciones han intentado (en vano, porque nunca fueron a la raíz del problema) poner difícil esa arbitrariedad en el manejo del dinero. Basta con buscarle la vuelta. El Conseguidor de ahora ha tenido medio siglo para especializarse y lograr que las pocas veces que nos enteramos de su actuación nos quedemos estupefactos. Pero lo peor es que si nos quejamos siempre habrá quien afirme de que si nosotros hubiéramos podido meter la mano también lo habríamos hecho. Pues no, nunca nos gustó eso del Conseguidor y menos ese mundo de colegas del alma y compiyoguis llevándose nuestro dinero.