El problema de la democracia es que la derecha se siente superior y la izquierda se cree mejor. A un lado, más fuerza y al otro, más cultura, autoatribuidas. Y con esta orientación darwinista deambula la política estatal desde su fraudulenta transición hasta hoy, época de dirigentes mediocres y electores mansos. La mancha alcanza a la tele en sus informativos y debates de opinión que proyectan, por boca de politólogos y contertulios, simplezas para la redención del ciudadano. Antonio García Ferreras desde La Sexta es el profeta que quiso con su prédica tutelarnos por la izquierda y cuyo contrapunto es Jiménez Losantos por la diestra. A tanto llegaron los afanes del director de Al Rojo vivo que se creyó inmune a la pudrición a la que conduce conspirar con las ratas en las cloacas del Estado y saborear el poder del conocimiento de los secretos.

¿En qué momento pensó Ferreras que podía rebasar los límites de la decencia y divulgar noticias falsas, creadas para la destrucción de partidos y sus líderes, a sabiendas de que formaban parte de una operación obscena? ¿Imaginó acaso que su amistad del alma con Eduardo Inda, correveidile mediático del policía Villarejo y uno de sus colaboradores en La Sexta, no le llevaría al contagio de su inmundicia profesional? ¿Cuándo alcanzó la paranoia de coronarse guardián del Estado frente a la extrema izquierda y los soberanistas catalanes? ¿De verdad estimó viable un canal socialista propiedad de una corporación más de derechas que el carro del pan? ¿Eran conscientes Ferreras y Ana Pastor de que se habían convertido en los Ceaucescu de la prensa española?

Como otros culpables cogidos en renuncio, Antonio García confía en que el tiempo haga olvidar sus bajezas y la audiencia le disculpe, pelillos a la mar, como al Borbón. Incluso sueña con recibir un premio Iris de la Academia de Televisión. Pero no, amigo mío. Demasiada ideología y exceso de narcisismo tienen finales brutales.