En estos tiempos inciertos y sombríos –no me gustan las denominaciones de moda como tiempos volátiles o tiempos líquidos, no acabo de comprender su significado real, la verdad–, los augures hablan de un otoño e invierno fríos, muy fríos. Y no tanto en lo climatológico, que será lo que sea, como en nuestro confortable mundo occidental aferrado a un sistema capitalista en el que el consumo desaforado lo es todo. La base del negocio. Tampoco sé si los oráculos acertarán. Si cada vez he ido teniendo más claro, conforme el tiempo te lleva caminando por una vida que no es una, sino que son muchas vidas, que de saber poco voy pasando a no saber nada, en este momento histórico miro al futuro cercano y no alcanzo a ver nada claro. Guerras, crisis energéticas, emergencia climática, pandemias, empobrecimiento, amenaza de nuevas hambrunas, desastres naturales, inquietud por los desabastecimientos y los problemas crecientes de suministro en un sistema de comercio internacional que muestra síntomas de agotamiento. Todo eso está ahí, claro. Siempre ha estado ahí, solo que quizás ahora está ese cúmulo de factores al mismo tiempo. Que hay un cambio de ciclo en el orden político y económico internacional parece real. Puede que sea la inevitabilidad de una transformación global que se avecina imparable la única certeza real de este tiempo. El final de ese capitalismo, amparado por las medidas políticas, económicas y fiscales de los gobiernos de los países desarrollados, acogotados ante el discurso ultraliberal y neoconservador desde hace tres décadas, que ha impuesto como vía de máxima rentabilidad la necesidad de una compra de objetos y servicios cada vez en mayor cantidad y variedad y también de una renovación de éstos de forma cada vez más rápida, independiente de las necesidades objetivas de utilidad para los ciudadanos. El final de un modelo consumista desaforado e inútil. De la imposición de un capitalismo que convierte al consumo en el motor de la producción y que tiene efectos medioambientales (pérdida de riqueza social, calentamiento global, contaminación del agua, suelo y aire, hambre y guerras por el control y explotación de los recursos medioambientales y naturales) y una involución injusta que produce pobreza, exclusión y marginación. La situación de África es el ejemplo más claro de la condena de un continente a sufrir el saqueo, el hambre, la enfermedad y la muerte. Pero también son ejemplos de la deriva consumista la explotación laboral y la pérdida de derechos sociales que al amparo de la crisis ha supuesto el desmantelamiento del Estado de Bienestar o las deslocalizaciones industriales hacia Asia. Todo ello ya lo llevamos pagando en nuestras propias sociedades desde la sucesión de crisis de este siglo XXI, que han impulsado el traspaso de una incalculable cantidad de recursos y bienes públicos comunes a unos pocos bolsillos privados. Sin olvidar sus propios efectos negativos en las personas: desde la salud mental (altos índices de uso de tranquilizantes, estimulantes, euforizantes), al olvido de la ética del comportamiento, a la banalización populista de la democracia, a la regresión hacia el autoritarismo o a una percepción parcial, simplista, nihilista y acrítica de la realidad. Ese consumismo que está instalado en nuestras casas, acomodado en nuestras costumbres, parasitado en nuestras economías, acostado en nuestros sueños.