A ver, que seguramente lo hemos hecho usted y yo, y es humano e incluso recordamos cuándo y el recuerdo nos despierta una incomodidad autocrítica, un picorcillo desagradable y recurrente, pero si me pongo empática no escribo y en este espacio se trata de tener opinión.

Precisamente de eso, de tener opinión, trata, entre otras cuestiones, la novela Una lectora nada común, de Alan Bennett. La protagonista, Isabel II de Inglaterra, descubre por casualidad la lectura y su creciente afición pone su ordenado mundo vuelta al aire. Su trabajo, consistente en gran medida en no manifestar preferencias, página a página se va convirtiendo en el gran obstáculo para el deslumbrante y adictivo descubrimiento. El personaje resulta simpático porque sufre una impensable transformación, que es lo que se pide a los personajes de novela, que al final sean diferentes de como empezaron.

Pero a lo que iba, la cobertura de la muerte de Isabel II me trae a la cabeza la escena de una peli de Paco León, Carmina o revienta, donde la protagonista escucha sin parpadear cómo su vecina le cuenta que habitualmente recibe a la reina Sofía y eventualmente a alguna de sus hijas, lo sencilla que es, su costumbre de echar la siesta, vaya, lo que contaría de una hermana o una cuñada.

Pues eso, que si las personas somos sustantivos, es un decir, a veces presumimos de nuestra amistad, vecindad o coincidencia, imaginada o magnificada, con otras que funcionan como adjetivos y nos elevan sobre el resto y claro, hay que contar la bola o la minucia elevada a n, que es otra bola más grande. No deja de ser un comportamiento patético y un punto lerdo, que no solo no soporta el paso por el diván de un profesional, sino que ocasiona vergüenza ajena. En fin.