Andaba ensimismada y tardé en darme cuenta de que el suelo estaba lleno de ramas. De castaños de indias y de cedros. Los castaños son árboles caducos y se desnudan cada año, no así los cedros, que son coníferas y por tanto de hoja perenne. También habían caído hojas sueltas y pilongas verdes, esas que tienen fama de proteger de la envidia o del reúma, aún sin abrir. Al ver las ramas de dos especies dispares pero convivientes igualmente arrancadas por el viento, me acordé de que A opina que las coníferas son hipócritas, siempre verdes, siempre insultantemente verdes mientras otras especies explicitan el cambio de estación con innegables transformaciones.

A, evidentemente, incurre en una personificación o prosopopeya, una figura literaria cuya definición dice que consiste en otorgar a animales u objetos cualidades o comportamientos humanos. Añadiría que también a vegetales, los grandes olvidados.

Con estos mimbres, Monterroso ya habría hecho una fábula brillante. Los protagonistas, un cedro majestuoso e imperturbable que exhibiría su presencia, siempre igual a sí mismo, un castaño de indias algo acomplejado y acostumbrado a las mutaciones y las circunstancias, en este caso el viento que en una noche movida desgarra de igual forma a los dos vecinos.

Piensen en la necesaria máxima que se deriva de cualquier fábula. ¿Cuál sería para ustedes? Yo me fui al terreno de la salud mental. ¿Quién podrá soportar mejor el efecto de los vientos que arrecian y parece que seguirán haciéndolo? ¿El castaño que comunica y vive como inevitables (porque no es posible otro escenario, me dirán, claro, les contestaré, estamos en el terreno de la ficción) sus floraciones y sus deshojamientos o el cedro que ha hecho de la inmutabilidad y la reserva su estilo?

El primero parece tener mejores perspectivas. Y me digo, maja, no seas conífera.