De repente, suena el teléfono. Lo cojo. Se oyen crujidos lejanos, como si estuvieran estrujando el papel de un caramelo. Al final, una voz me pregunta si está hablando con el titular. Me temo que solo soy el suplente, le digo. Tal vez con ironía, claro. El caso es que la voz se queda muda. ¿Oiga? Entonces le pregunto si es publicidad no deseada y ella me dice que sí. O sea, lo reconoce. Se queda muda otra vez, lo piensa un poco y me cuelga. Qué triste es todo. No obstante, a mí, ahora, ya no me importa recibir publicidad no deseada. No es que la esté deseando, claro, pero, de vez en cuando, viene bien. Hablar con alguien, quiero decir. Como si llama al timbre una pareja de mormones: que pasen. Que me cuenten su película, me da igual. Al fin y al cabo es contacto humano, ¿no? Además, no tengo perro. Hace poco oí decir, en uno de esos horribles programas que vemos, que la reina de Inglaterra, la que se murió hace poco, tenía varios perros mimados. Y que cada uno de esos perros tenía su propia habitación privada y un chef para hacerles la comida. Pensé: cada cual hace lo que puede con su vida. Y es cierto. Lo malo es que, a veces, tienes la sensación de que podrías haber hecho algo más. Últimamente, me atormenta ese asunto. Lo que podría haber hecho y no hice. Por suerte, nunca he ostentado cargos públicos. Porque, si por ejemplo me hubiera tocado ser alcalde, habría intentado escapar, eso lo primero, pero, si me hubieran pillado y obligado a serlo, estaría siempre atormentándome con la idea de que podría haber hecho algo más. Soy así. Supongo que para ser alcalde hay que poseer algún talento del que carezco, le digo a Lucho, sin más. Y entonces él, mirándome un poco al bies, me dice: pues a mí me parece que el alcalde de aquí lo está haciendo bastante bien. Eso dice. Pero yo ni le contesto. Como ya nunca sé si está bromeando o no, mejor me callo y punto. Que cada cual aguante su vela, ¿vale?