Como cada año, el pasado viernes se celebró el Día contra la Violencia Machista. Es un día de esos que el calendario anual dedica a poner en el foco político, mediático e institucional en una situación de alerta. Y más allá de las estadísticas y los duros datos que aportan, más allá de los repetitivos tópicos comunes que envuelven la realidad de la violencia contra las mujeres en un mundo de frases hechas, tanto en el lenguaje como en las escenificaciones públicas o en los mensajes institucionales, lo cierto es que los avances que se han ido logrando en la lucha contra el machismo en todas sus expresiones no están asegurados. La violencia contra las mujeres existe, tiene responsables y en gran medida es estructural en la sociedad. No vale engañarse. Pensar que vivimos en una sociedad mejor de lo que en realidad somos. Nos autoengañamos con facilidad, esa es la verdad. Y nos cuesta desengañarnos luego. Creernos mejores de lo que somos es lo fácil. Hay que ser realistas y admitir que hay una regresión en el día a día en esa batalla contra el machismo y el reguero de muerte y sufrimiento que le acompaña. Se puede visualizar también en las actitudes y modos de muchos adolescentes, tanto hombres como mujeres. También en los micromachismos instalados en la cotidianidad. Resulta incomprensible, pero es real. Al mismo tiempo, hay un discurso en auge que cuestiona la validez de los valores de una convivencia integral y tolerante. Que blanquea la violencia machista y señala a los diferentes sean cuales sean sus diferencias. Una agresiva campaña social y política de corte negacionista por parte de sectores de la derecha y, sobre todo, por la ultraderecha espoleada por su blanqueamiento institucional y mediático. Hechos graves que están siendo consentidos y alimentados desde medios de comunicación y que están poniendo en riesgo los consensos y derechos básicos alcanzados y, en el caso del neomachismo en alza, amenaza con eliminar algunas de las medidas de protección a las mujeres, de prevención de la violencia, asistencia a las víctimas y penalización de los agresores. Se utilizan el antifeminismo, las migraciones o el rechazo racista, religioso o sexual para una naturalización política de la violencia contra las mujeres. No hay un solo machismo. No sólo en el hecho de la violencia en sí, que se ejerce de muchas formas. Hay un machismo político, un machismo mediático, un machismo religioso, un machismo judicial, un machismo publicitario... Áreas desde la que se impulsa lo que esos sectores reaccionarios denominan la batalla cultural y que no es sino una constante manipulación del lenguaje cambiando el significado de las palabras –lo que ya describió Orwell en su distopía de 1984–, para evitar que los progresos para frenar la miseria machista se consoliden. Un machismo que se presenta disfrazado bajo diferentes apariencias, pero que busca lo mismo de siempre: el sometimiento de la mujer. Este 25-N, como cada 8 de marzo, hemos vuelto a ver ejemplos de actuaciones públicas cuestionando, mofándose o criticando las políticas de igualdad entre mujeres y hombres. Se oponen a los derechos de la mujer los mismos que se oponen también a los derechos sociales, a los derechos laborales, a los derechos humanos y a los valores fundamentales de la democracia. Nada esta garantizado.