Uno entiende que los tiempos cambian y que donde manda Omar Montes difícilmente lo hará Barandiarán. O sea, que la expansión urbana de toda tradición rural tiene un precio, como lo tiene, en concreto 15 euros, “la ropa de lorinchiro” que se vende en interné. Resulta imposible mantener una supuesta pureza primigenia, y de igual forma que se acomoda el sentido de los ritos lo va haciendo su estética. Es lógico, así, que Olentzero acarree sacos de gomaespuma, llegue en cosechadora e incluso se exprese en la lengua de signos. Y que lance chuches en lugar de castañas.

Ahora bien, en esa actualización chirría el afán, cada día más extendido, por alcanzar la espectacularidad de los Reyes Magos. Primero, porque su fuerte diferencial no es parecer carnavalesco sino austero, ricachón sino pobre, exótico sino vernáculo. Para repartir mirra –a saber qué es– ya están los orientales, que en dispendio y brilli-brilli rozan lo drag-queen. Segundo, porque su naturaleza local limita la posibilidad de experimentación a la vez que lo protege de las modas. El estribillo es el que es, ya vengan Boney M. o Mariah Carey a amenazarlo, así como es la que es, discreta y sobria, su vestimenta. Y, por último, porque si se pretende difundir la cultura vasca lo sensato es asumir sus características, no retorcerlas hasta hacerlas molonas. Para atracción de sábado noche ya tenemos al trío coronado.

En suma, que si para gustar a la chavalería el carbonero necesita venir en un coche de época, bailando swing y animado por una troupe como la de Rosalía, quizás sea mejor ahorrarse el viaje. Es un digno montañés, no Carlinhos Brown.