La consejera de Igualdad, Justicia y Políticas Sociales del Gobierno Vasco, tras lamentar que muchos paisanos preferirían no vivir en un barrio de mayoría gitana, y no alquilarían el piso a una familia de esa etnia, y si de ellos dependiera elegirían para sus hijos un aula donde no abundaran los gitanos, la consejera, digo, ha reclamado un Pacto Social contra el Antigitanismo. Yo desde aquí le regalo más datos para engordar su pesadumbre: en caso de accidente muchos rezarían para que el dueño del otro coche fuera payo, y que por supuesto lo fuese el compañero de habitación del hospital. ¿Usted no?

Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es la pésima relación que tenemos con la verdad, a menudo cubierta por la hojarasca buenista y el palabrerío ideológico. Yo me juego el cuello –y este espacio– a que, en la vida real, no ante las cámaras, la consejera piensa exactamente lo mismo que sus conciudadanos, entre ellos bastantes gitanos apayados. Y me juego ambos a que las razones de esa feísima discriminación van más allá del mero prejuicio.

Sin duda existen los estereotipos ofensivos, y está bien que los poderes públicos nos riñan por ello. Pero también padecemos infinitas malas experiencias y conflictos en la convivencia que políticos y medios se empeñan en ocultar, dejando así un vacío para la exageración y el cabreo, que somos tontos, pero no tanto. ¿Acaso solo nosotros merecemos el rapapolvo? ¿Han preguntado en los colegios, en Urgencias, en las comunidades de vecinos? En fin, que sin decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, cualquier denuncia del antigitanismo está condenada a aumentarlo.