Un test recientemente realizado en 70 empresas británicas que afectaba a 3.000 trabajadores ha puesto sobre la mesa la eventualidad de aplicar cuatro días laborables por semana en lugar de cinco. Sus resultados apoyarían presuntamente que la medida no tiene que suponer una merma de productividad, que es donde está el eje de la sostenibilidad de la medida. La propuesta no es nueva y lleva al menos ocho años objeto de reflexión en otros lugares aunque, hasta la fecha, la legislación relativa es escasa y cargada de matices. La ley más reciente tiene origen en Bélgica, que en noviembre pasado estableció la posibilidad de concentrar la actividad productiva en cuatro días pero sin reducción del cómputo semanal de horas. Esto es, los trabajadores disponen de un marco legal que les permite concentrar en cuatro días las 40 horas de jornada, pero no reducir el volumen de la misma. No reduce el salario ni encarece los costes de producción. Experiencias previas en países nórdicos, como Suecia, se realizaron desde 2015 y los gobiernos progresistas que allí ha habido concluyeron que su generalización podría tener un coste complicado de sostener. Islandia aplicó una concentración de las horas laborales a sus empleados públicos ya en 2014 pero la reducción real de horas se limitó a pasar de 40 a 35 semanales, escenario que, en la práctica, se aplica ya en diversos sectores públicos y privados del continente sin que haya ido acompañado de una reducción salarial. Con este panorama, las prisas no son buenas consejeras. La eventualidad de implantar una regulación al respecto en el marco básico del Estado español –que es el que determina las posibilidades de hacerlo en las Comunidades Autónomas, como estableció el Constitucional– exige un profundo análisis de la realidad del tejido productivo. En relación al vasco, en el que las pymes suman más del 90% de las empresas y más de la mitad del empleo industrial –y mucho más del de servicios– el debate debe contemplar las necesidades de los propios sectores, las empresas y sus trabajadores y afrontarlo con voluntad de habilitar escenarios voluntarios y no imposiciones unilaterales. El equilibrio entre productividad y jornada no va en detrimento de las empresas ni los trabajadores sino de la sostenibilidad de las primeras y la seguridad del empleo de los segundos.