Esta semana se ha celebrado la Conferencia de la ONU de los Países Menos Adelantados, que se organiza cada diez años. El objetivo de este importante encuentro internacional, que cuenta con la desatención generalizada por parte de los medios, es redoblar los esfuerzos de la comunidad internacional en favor de las necesidades de los 46 países que se incluyen en esta categoría, por medio de medidas concretas y efectivas.

Los denominados Países Menos Adelantados tienen los indicadores de desarrollo humano más bajos, los más serios problemas de nutrición, salud y educación, así como la mayor exposición a los desastres naturales y la menor capacidad para resistirlos. En estos países viven 1.200 millones de personas y cerca del 75% de ellas vive en situación de pobreza. Se da la tremenda paradoja de que estos países están entre los más afectados por las consecuencias devastadoras del cambio climático, siendo los menores emisores de gases de efecto invernadero.

De todos ellos, 33 son africanos, nueve asiáticos, tres del Pacífico y uno de América (Haití). Esta lista se actualiza cada tres años. En las últimas cinco actualizaciones se ha constatado que un país por trienio ha conseguido emerger de esta profunda sima abisal, salir de este último círculo del infierno. Pero el ritmo de un país cada tres años resulta inaceptablemente lento.

Por ello esta Conferencia trata de colaborar con esos países para conseguir, hasta donde sea posible, la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en un contexto muy difícil, dañado por la pandemia, los efectos de la agresión rusa sobre el comercio y la alimentación, y, por supuesto, el cambio climático. Para ello se aprobó el año pasado el Programa de Acción de Doha como hoja de ruta para erradicar la pobreza, aprovechando la ciencia, la tecnología y la innovación, mejorando el comercio internacional con estos países, fortaleciendo su capacidad para afrontar futuras crisis y movilizando la solidaridad internacional hacia ellos.

Creo que quien afirme que la comunidad internacional podría resolver por medio de medidas sencillas y rápidas un problema tan gigantesco, no se hace cargo de la complejidad del desafío. En el otro extremo, tampoco aporta mucho la posición inversa pero complementaria, la del que nada valora y todo lo desprecia, la del que insiste en que nada sirve para nada y que nunca nada se logra, que todo es hipocresía y mentira, la posición siempre cínica, siempre descreída, moralizante pero sin compromiso con la realidad y sus límites, en el fondo perezosa, comodona y paralizante, del que está de vuelta de la esperanza sin haberla jamás cultivado.

En esta Conferencia se ha avanzado, entre otras cosas, hacia la creación de una universidad online que facilite la formación superior de calidad en países que por su situación geográfica o económica o por su dimensión, no ofrecen a sus jóvenes acceso a una educación superior de calidad o sólo a costes inalcanzables para la mayoría. A decenas de miles de jóvenes les puede dar una oportunidad que cambie sus vidas para mejor.

El presidente de Malawi, Lazarus McCarthy Chakwera, que presidía la Conferencia, dijo en su discurso inaugural que estaban allí reunidos “no solo para hablar, sino que tenían que producir resultados concretos”. En su discurso de cierre concluyó: “lo que hemos avanzado esta semana debe ayudar a desplegar el potencial de estos países y trazar un futuro próspero para sus ciudadanos”. La Conferencia, concluyó, ha sido un éxito de forma y de fondo (“a triumph of style and of substance”).

Qatar anunció el compromiso de 60 millones de dólares para el desarrollo de los acuerdos; Canadá otros 59 para la mejora nutricional en 15 de estos países; la Unión Europea ha comprometido 130 millones y Alemania otros 200 adicionales, entre otros ejemplos, públicos y privados.

Habrá quien replique displicente, desdeñando sin conocerlo el trabajo de las 9.000 personas que estuvieron allí, que todo fue en vano y que la esperanza es inútil ingenuidad.