Bajo el amparo del Título 42 –una norma de los años 40 del pasado siglo, recuperada por Donald Trump en 2020, que permite expulsiones en caliente ante la sospecha de una enfermedad contagiosa del migrante–, Estados Unidos ha utilizado la pandemia covid-19 para expulsar en caliente a 2,8 millones de inmigrantes hasta ayer. En cualquier caso, la normativa que la sustituirá no será tan expeditiva pero igualmente pretende ser disuasoria de la entrada irregular, con amenazas de procesamiento y prisión.

Bajo este paraguas, desde 2020 se produjo en Estados Unidos una suspensión de la política de asilo y refugio, derecho reconocido internacionalmente para quienes ven en riesgo su integridad en su país de origen. El caso estadounidense es paradigmático y ofrece un foco constante sobre un problema que no es ajeno a Europa. La estrategia europea de agilizar la gestión de la inmigración irregular no está dando una solución al problema.

El pasado año, se dictaron 422.000 órdenes de expulsión en la Unión Europea (UE), aunque solo se ejecutaron una cuarta parte. Las fronteras de la UE recibieron además 330.000 inmigrantes en situación irregular, sin contar con la población flotante de quienes se encuentran en campos de refugiados en Turquía y otros países extracomunitarios. Decenas de miles de ellos son personas que encajan en la consideración de refugiados, con causas objetivas para ver su situación regularizada, pero cuyos derechos se dispersan en una farragosa burocracia escasa de recursos y de voluntad.

La gestión de los demandantes de asilo en Reino Unido ofrece además el cuestionable precedente de la deportación a Ruanda durante el trámite de su petición. La inmigración irregular por causa económica –huyendo de la miseria en su país de origen– ha dado lugar a normativas que tienden a identificar al colectivo de inmigrantes sin atender a su tipología, lo que contribuye a la deshumanización en su tratamiento.

El tránsito de personas no va a detenerse mientras en origen la guerra, el hambre o la falta de derechos y alternativas personales sean la alternativa. Recuperar las políticas de cooperación es imprescindible y rehumanizar el tratamiento de las personas debe ser compatible con un modelo de bienestar que también se ve sometido a tensiones y dudas de su sostenibilidad.