“Tu padre se caga de miedo con los toros. Les tiene pánico. Cuando éramos novios, un día se puso malo antes de llegar a la plaza… Así que fíjate —me respondió mi madre en la cocina mientras preparábamos la mesa. Y agregó: —En el encierro, unos se juegan la vida para que otros se diviertan.”

“Pues un compañero del colegio, Antonio, dice que su padre corre, que lo lleva en las venas y que, cuando corre, San Fermín lo protege”, comenté yo.

“Tonterías, hijo. En las venas sólo hay sangre. Nada más. No hay ni santos, ni toros, ni encierro.”

Unos meses después, veía en la televisión un encierro de los últimos Sanfermines y me fijé en un corredor. Avanzaba pegado a las astas de un toro, se volvía de vez en cuando, golpeaba con su periódico la testuz del animal. Detuve la imagen. Sí, ahora veía claramente aquella camiseta, y a mí me sonaba.

Apagué los aparatos y fui con sigilo a la habitación de mis padres. Abrí el armario, saqué un cajón y, debajo de varios jerséis, encontré un par de camisetas. Si la camiseta que había visto en la televisión era de mi padre, ahí tenía que estar. La de encima no era. La levanté y observé la segunda. Esa podía ser. No, esa tampoco era. Mi padre no corría, estaba claro; ya lo había dicho mi madre. Y ¿por qué iba a mentir, además? Dejé las prendas y el armario como los había encontrado y tomé de vuelta el corredor.

“Pues será una locura —oí a mi padre en la cocina—, pero mi abuelo corría y le cedió el testigo a mi padre, y mi padre me…” “¿Qué quieres? —le interrumpió mi madre—. ¿Que tu hijo se lleve un golpe en la cabeza y se quede lelo?” Oí que se arrastraba una silla, entré a mi habitación precipitadamente y aún les escuché: “San Fermín nos protege”. “¡Y a veces se distrae!”.