El fotógrafo sentía dolor en la cabeza, taquicardia, fatiga, mareos… Acabó de vestirse y consultó su reloj: el avión despegaba dentro de una hora y media. Cogió la máquina de fotos y empezó a revisar su trabajo. Incrédulo, tomó asiento y recordó.

El director de Chicago News le había encargado un reportaje del encierro de toros bravos que tenía lugar en Pamplona. “Quiero que me fotografíe la belleza, el peligro, la emoción de aquella carrera bárbara —le había dicho—. Quiero ver a las bestias trotando por aquellos adoquines y a los hombres desafiándolas. Quiero oír el choque de los animales contra aquel vallado, el griterío de los balcones, los varazos de los pastores… Quiero que me fotografíe toda esa locura.”

Recordaba el vuelo desde Chicago, su llegada al hotel, unas callejuelas abarrotadas, gente que reía, que cantaba, que bebía… “Mercaderes Street? —preguntó—. Mercaderes Street?” Recordaba también a un hombre de rostro bermejo que le echó un brazo al hombro. “Ven conmigo, Pepe”, le dijo empujándolo hacia el interior de una taberna. Él se resistió. “Venga, Pepe. No seas gili”, le secundó otro. “Dile que es un fotógrafo notarial”, aconsejó un tercero. Los tres lo empujaron por entre la muchedumbre al interior de la taberna, él cogió una jarra de cerveza y… A partir de entonces, sus recuerdos eran muy confusos.

El fotógrafo se incorporó y, atónito, contempló en la pantalla de su máquina a unos niños aplaudiendo frente a un televisor, a un médico llevándose las manos a los riñones, a un ciego que avanzaba con un bastón y una mejilla roja, a un mozo desanudándose un pañuelo con una raya verde, a un señor atado a una cama, a un niño encendiendo unas velitas, a un beduino montado en un camello, a Anita Ekberg bañándose en la Fontana de Trevi…