Hola personas, ¿qué tal va todo? Imagino que el domingo pasado me echasteis en falta, o quizá no, que a lo mejor soy un poco pagado de mí mismo y me creo más importante de lo que soy y no soy nadie, y nadie se extrañó de no ver mi negra silueta por las páginas del periódico, pero bueno, de un modo u otro, como ya dije hace dos semanas, estaba de vacaciones y me escapé una semanita a desconectar, que es algo necesario para que no se fundan los plomos. Las costas de Lugo fueron en esta ocasión la tierra elegida y no fue mala elección. La naturaleza tocó ahí con su varita mágica y les dio auténticas postales “Escudo de Oro” para vivir. Luego el hombre con su codicia desmedida y su ambición se ha encargado de joderlo en buena medida y se ven actuaciones urbanísticas que le ponen a uno los pelos de punta. Pero para eso tenemos el refranero y en este caso aplicaremos aquel sabio aforismo de la escuela de Atenas que dice: En todas partes cuecen habas.

Bien, dicho lo cual volvamos a nuestros lares y veamos que se cuece por aquí en el último paseo del verano.

Esta semana la empecé con una visita organizada por el Ateneo Navarro y que estaba esperando como agua de mayo porque el lugar a visitar fue lugar que conocí cuando aún lo habitaban sus moradoras. Me estoy refiriendo al Convento de las Salesas en la calle San Francisco, actual sede de la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona.

Corría el año 2003, seis sores aun vivían entre sus muros y ya planeaban su marcha, yo contacté con ellas para comprarles parte de sus enseres y nos pusimos de acuerdo. Para llevar a efecto lo acordado me paseé por el viejo caserón durante varios días como Pedro por su casa. En mi primer libro, en el ERP nº 64, encontraréis razón de aquella andanza. Las monjas se fueron, el frío y la soledad les sustituyeron en los pasillos, en las celdas, en el comedor, en las cocinas, en las despensas, en los cuartos de labor, y en cualquier rincón donde nadie les puso coto, dejando su impronta, desconchando paredes, goteando los cielorrasos que dejaban ver sus vergüenzas de madera, y cambiando vida por ruina, paz por tristeza. Así lo volví a ver en una visita guiada en 2019. En aquella ocasión lo habían atrezzado para recibirnos, habían vestido alguna celda, habían colocado alguna prenda en la sala de plancha, donde las monjas planchaban y almidonaban vestidos de comunión, habían colocado alguna de sus creaciones en la sala de tricotar, e, incluso, habían puesto la mesa del comedor esperando comensales que nunca llegarían.

La iniciativa estuvo bien porque fueron muchos los pamploneses que pudieron conocer en aquellas visitas un edificio que por su carácter de clausura muy pocos habían conocido, lo mío había sido una excepción y un golpe de suerte. Dieciséis años después lo vi diferente pero reconocible, totalmente reconocible, estaba igual pero maltrecho.

No así este lunes. Cuando salí de él en el 2019 sabía que la siguiente ocasión que volviese a entrar entraría en otro edificio y así ha sido, el interior del viejo caserón, exceptuando la capilla, ha sido derribado por completo. Las dos fachadas, la que era principal, que daba a la calle San Francisco, que ha pasado a ser trasera y la que era trasera, que daba al paseo del Dr. Arazuri, que ha pasado a ser principal, las fachadas internas que dan al patio, con sus paramentos de piedras de sillería, algunas de ellas pertenecieron al derribado palacio de Armendariz, viejo ocupante del solar, y sus hileras de ventanas con sus vanos de ladrillo caravista, que le confieren un aspecto carcelario, propio del carácter del edificio, también se han conservado.

Para que el muro neomudéjar que cerraba el convento por la parte del huerto y jardín haya pasado a ser su entrada principal le han abierto una gran puerta, justo detrás del monumento a la Inmaculada, que cierra con una bonita rejería. Con ella la Mancomunidad predica con el ejemplo ya que es modelo de reciclaje y aprovechamiento, pues se trata de la rejería que separaba la capilla de la clausura y tras ella asistían las salesas a los oficios litúrgicos. Traspasada esta puerta nos recibió un guía que demostró gran conocimiento de lo que hablaba y que nos fue enseñando todo lo construido. Nos fue explicando cómo, a pesar del diametral cambio experimentado, existen guiños grandes y pequeños que quieren ser nexo de lo levantado, de lo nuevo, con lo derribado, con lo antiguo. Así, por ejemplo, se ha levantado en su interior una especie de claustro, netamente monacal, con arcos gemelos de los ya existentes en el antiguo convento, sobre montados de unos grandes espacios abiertos en dos pisos y cubierto todo ello con un lucernario que da luz natural a un núcleo central en torno al cual discurre toda la maquinaria de la Mancomunidad.

Incluso nuestro guía bromeaba diciéndonos que ese edificio estaba predestinado para la función para la que ha sido elegido, ya que las paredes del antiguo convento estaban llenas de sentencias y algunas de ellas eran ciertamente premonitorias como, por ejemplo, aquella que decía:

El que tenga sed venga a mí y beba que soy fuente de aguas vivas.

Pues puede que tenga razón, pero yo quizá me decante más por otra demoledora máxima que se dejaba leer en una de sus paredes y que no dejaba lugar a la duda:

Aquí no se dice jamás ni pero, ni por qué, ni cómo.

Acabamos de verlo todo y al final del recorrido, en una bonita sala, que fue última morada de las salesas, en donde recibían el descanso de la tierra mujeres que habían entrado entre esas cuatro paredes con muy pocos años y no habían vuelto a ver el mundo ni un solo día de sus vidas, nos dieron unas pastas y un chupito de vino dulce del Monasterio de la Oliva. Antes de entrar nuestro guía nos enseñó un árbol plantado junto al pozo, único elemento en pie del viejo palacio de Armendariz y, por tanto, el elemento más antiguo de todo el conjunto, y nos explicó que se trataba de un Ginkgo Biloba, un ejemplar de un ser que se puede considerar un fósil vivo y una especie que fue capaz de rebrotar en el erial que quedó en Hirosima tras la deflagración de la bomba atómica, una especie, por tanto, que podemos considerar de larguísima vida y superviviente ante cualquier adversidad, ideal compañero de viaje para cualquier aventura que empieza.

Me gustó lo que vi, creo que lo han tratado bien y que han conseguido una buena comunión entre pasado y presente y entre lo funcional y lo ornamental. Pero, tengo el defecto del conservacionismo patológico y al ver lo nuevo no pude evitar sentir cierta nostalgia por lo viejo. Uno es así.

Para mi castigo a la capilla le han llamado salón Ansoleaga.

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

patriciomdu@gmail.com