El ángulo ciego, cuando nos referimos a la conducción, es ese espacio cercano al costado del coche que está demasiado adelantado para que lo veas por tu espejo retrovisor, pero no tanto como para que lo alcances con el rabillo del ojo. Por eso en las autoescuelas enseñaban a girar ligeramente la cabeza para asegurar la maniobra.

No solo hay ángulos muertos en la carretera. Los tenemos en nuestra vida privada y los sufrimos también cuando nos relacionamos en sociedad o cuando hablamos de política. Hay realidades importantes que por alguna razón las tenemos cerca y no las vemos.

Estos días me ha tocado trabajar con una personalidad de los derechos humanos. Es experta en desigualdades diversas, pero de pronto le pregunto por la desigualdad interterritorial en su país y, siendo como es capitalina en un estado centralista, no capta la intención de la pregunta. En su discurso su país parece, si me atengo a lo que dice, una extensión de su capital: interesa de otras ciudades lo que replica las características de la capital y permite por tanto confirmar con abundamiento de ejemplos lo que en la capital hemos identificado que sucede antes y mejor y más claro. Los movimientos sociales se hacen relevantes, parece, cuando llegan a la capital. Me contesta sobre la desigualdad en unos barrios frente a otros dentro de la misma ciudad, en unos hay paro y marginalidad, en otros viviendas caras y buen acceso a la cultura y a la educación. Esta desigualdad es muy importante, sin duda, pero lo que quiero señalar es que necesité una segunda pregunta para hacerle ver que quería hablar de la desigualdad entre regiones. La pregunta le obligó a mirar su ángulo ciego, le descolocó, casi pude ver el giro de su cuello buscando ese espacio que ni su mirada ni su retrovisor tenía localizado. Los monolingües en un país que se siente monolingüe sin serlo acostumbran también a vivir con un ángulo ciego: la normalidad es la lengua mayoritaria que, hete aquí qué casualidad, resulta ser la de uno mismo, el resto que fuera de cámara.

No se trata de criticar a los demás, eso es demasiado fácil. Lo que verdaderamente tendría valor es preguntarnos por nuestros propios ángulos ciegos. Son ángulos ciegos porque no vemos lo que allí se esconde, pero lo son además de una manera más profunda: porque no vemos que no vemos.

Los más sabios y santos de la historia, vistos con retrospectiva, tuvieron sus ángulos ciegos. Ni usted ni yo somos más listos, de modo que ya podemos ir dando por seguro que tenemos otros ángulos ciegos seguramente no menores. Que no los veamos –va de suyo, por eso son ciegos– no significa que no estén ahí. Seguramente tenemos justo al lado situaciones de sufrimiento, injusticia o desamparo que por la razón que sea no vemos.

No quiero que este sea un artículo de denuncia para culpar a quien no ve –¡a quienes no vemos!– el sufrimiento del inmigrante, de la maltratada, del sometido a acoso escolar o laboral, del enfermo, del marginado, del abandonado a la soledad o del que por la razón que sea sufre. En la vida como en la carretera vemos los ángulos ciegos ajenos precisamente porque nuestro punto de mirada está en otro lugar. Lo valioso es girar el cuello y querer mirar y ser capaces de empezar a ver lo que ocultan los nuestros. Requiere intención, humildad y valentía.

El sabio quizá consiga reducir ese ángulo y, aunque no lo vea, como sabe que por algún lugar lo tiene, procederá con prudencia en cada maniobra. El fanático es el que mira a la carretera con un solo faro en funcionamiento y, como ve con iluminada claridad un pequeño ángulo que se le aparece delante, le sobra todo lo demás: lo rechaza y lo niega.

Cualquiera que sea el esfuerzo que hagamos, seguiremos teniendo algunos ángulos ciegos. Pero al menos podemos reconocer que los tenemos. Eso ya es mucho. Nos obliga a girar la cabeza y a movernos con mayor cuidado. En la carretera esa práctica salva vidas y, seguramente, fuera de ella también.