“Pero sigo siendo el Rey”. El atronador canto de las corridas sanfermineras tiene su eco lejano en el palacio de la Zarzuela, e incluso en las costas de Sanxenxo y en la remota Abu Dabi. El senior y el junior lo entonan en imparable línea sucesoria, con relevista en proceso de formación. Inasequibles a motivos de desaliento. Hay que aguantar en lo alto del entramado institucional y promocionarse. Franco reventó la Segunda República, acaudilló España durante cuarenta años, dejó con un palmo de narices a don Juan y designó a su hijo Juan Carlos de Borbon como sucesor “a título de Rey”.

El hijo traicionó a su progenitor y aceptó el dedazo del dictador. Una acobardada Transición impidió al pueblo soberano la elección del modelo de Estado y sirvió una Carta Magna con la Monarquía incorporada al texto constitucional. O la tomas o la tomas. Con el placebo de “parlamentaria” para subordinarla al criterio superior de las Cortes Generales. 14 de abril, Día de la República: en los libros de Historia; en convicciones y ensueños políticos; en la hipocresía pragmática de partidos de confesión republicana. Hoy se cumplen 93 años de la proclamación de la Segunda República (1931-1939). Quedan coetáneos vivos. Escasos con memoria de aquel periodo político. Las enciclopedias lo resumen en tres bienios: coalición republicano-socialista de Azaña, gobierno de las derechas de Lerroux y coalición de izquierdas del Frente Popular. Con la Revolución de 1934 y el golpe de Estado de 1936 como hitos de insurrección. Se acuñó el concepto “juancarlista” para justificar y comedir la simpatía monárquica. Sobre todo para disimulo de conversos. El campechano personaje ha construido una biografía poco edificante, consentida por silencio cómplice de instituciones, periodistas y otros enterados. Con ramificaciones familiares. La monarquía es antigualla frívola y cara. La República, como alternativa. Aunque con la calidad de la política actual, saldría bananera.