Si alguien albergaba alguna duda sobre las posibilidades de estirar el chicle del procés, este ha quedado definitivamente enterrado. No solo porque la decisión mayoritaria de la ciudadanía catalana expresada en las urnas ha propiciado la investidura de Illa, sino porque Puigdemont ha renunciado a la política para reconvertirse en una especie de showman. La desafiante reaparición en Barcelona del último mohicano del independentismo y su burlesca huida le ubican ya en otra categoría que poco tiene que ver con el desempeño de la política. Es verdad que su estrategia está mediatizada por un juez que se niega a aplicar la ley de la amnistía emanada de las Cortes Generales y por la sensata opción de no querer dormir ni una noche en la cárcel, pero la sociedad ya no percibe al expresident como un hombre llamado a llevar las riendas de Cataluña. Para sus incondicionales es un mito y para sus detractores –que abundan– es un tipo insoportable que hace tiempo que dejó de pensar en el interés general de quienes pretendía gobernar para centrarse en el suyo. Y desde esta premisa protagoniza estos shows con los que sortea la acción policial y sume en el descrédito a los Mossos. Santiago Carrillo contaba que durante el franquismo utilizaba una peluca para visitar España sin ser identificado. Puigdemont, que peluca no necesita, quizá nos cuente algún día la verdad de cómo ha conseguido cruzar las fronteras sin ser detenido y continúe con el show que ha apagado al político.