Un año más y seguimos. Me miro en el espejo por la mañana y se me ocurre, así, de repente, que lo bueno de envejecer es que cada vez me parezco más a mí misma (aunque el espejo me devuelva según los días legados familiares diversos y parezca que M y N hubieran acordado un turno). No sé si ustedes, si son conscientes de que están envejeciendo (hay momentos en la vida en que esta realidad es imperceptible), experimentan esta misma sensación que es un poco como volver a casa con ganas, como reconocer el territorio, como respirar con tranquilidad porque te fías de lo que ves.
No me malinterpreten, este no es un ejercicio de vanidad. No considero que parecerme más a mí misma sea bueno porque el objeto del parecido sea objetivamente aceptable, maravilloso o, peor aún, envidiable, sino porque hacerlo me proporciona acuerdo interno, me aleja de la disociación entre lo que soy y pienso y lo que hago o digo. Me quita algunos malestares. Desde luego que me da otros, inevitables. Que alguno de ellos sea previsible no hace que lo lleve mejor pero, no me cabe duda, son los que me corresponden, qué le vamos a hacer. Aquí cuadra una postura estoica, algo así como me ha tocado ser yo y vivo con ello.
Imagino el recorrido de una escala que abarca los extremos mínimo y máximo del trabajo de adecuación que hacemos las personas respecto a nuestro entorno para sentirnos adaptadas, integradas, queridas en el mejor de los casos. Se mire como se mire, no llegar al mínimo es peligroso. Pienso ahora, a principios de año, que en la necesidad de cuadrar ambas exigencias, la interna y la externa, estoy mejor situada que hace un tiempo, que debo agradecer a la vida esta ventaja.