Durante la pandemia hubo un breve tiempo de casi unidad en la ciudadanía, quizá por la incredulidad de que algo así nos estuviera pasando. Fue un mes, tal vez: la gravedad era innegable con esos mil muertos diarios y aceptamos medidas durísimas porque sentíamos la urgencia. Pero duró poco porque algunos sectores comenzaron a agitar el descontento y llegaron los Cayetanos para manifestarse y difundir bulos; esa ultraderecha que convirtió las mascarillas en símbolo de sumisión, que alzó las sospechas sobre unas vacunas que, por el contrario, fueron fundamentales para ir saliendo de la crisis. 

Ahora, cada vez que llega una nueva crisis -una DANA, un apagón, una guerra-, ven la oportunidad para dinamitar la confianza pública. No importa la gravedad del desastre, ni que se actúe con rapidez o eficacia. Importa el relato. Mejor aún si cunde el caos, si todo es sospechoso, si toda autoridad es criminalizada... salvo la suya. La próxima pandemia no dispondrá ni de una semana de margen antes de enfrentarse a una campaña coordinada de sabotaje informativo. Lo importante es debilitar el sistema democrático. Porque no lo quieren más fuerte, lo quieren sometido. Y si ha de caer, que caiga. Ellos sabrán aprovechar el vacío. No podemos seguir actuando como si el principal problema fuera solo el virus, el apagón o la meteorología asociada al calentamiento global. El problema es ese ejército de agitadores bien financiado, bien conectado y sin escrúpulos, que ha convertido la mentira en estrategia de poder. Si no nos tomamos en serio ese virus -el que corroe la verdad y la convivencia-, la próxima emergencia no será sanitaria ni climática: será democrática. Habrá que recordar que no se puede ser ya neutral cuando se agita el fuego o se grita desde un sector que lleva años afirmando que cuanto peor mejor y etcétera.