Cuando escribí El verano que aprendí a disparar hubo un momento en que decidí acabar con la madre de la protagonista. Lloré mares. La realidad ha alcanzado a la ficción. Aquí me he refugiado hoy.
“Barcelona tampoco era igual sin mi madre. Cuando alguien se va nos falta hasta donde nunca estuvo. De pronto la echaba de menos en todas partes. Cuando me sentaba en la Plaça dels Ángels con la espalda apoyada en el muro de Chillida porque Chillida me resultaba un poco casa y porque quería estar sola y al mismo tiempo acompañada de desconocidos que levantaban espirales de voces de todos los continentes en una Babel preñada de posibilidades"
"Cuando recorría en moto la ciudad nocturna alargando el camino a casa por calles amplias. Cuando mi amigo Héctor, que tenía alma de artista, me llevaba al Mercat dels Encants a husmear entre cacharrería deteniéndonos en todo y terminando por llevarnos una jaula y dos despertadores oxidados porque él quería atrapar el tiempo. Y lo atrapaba. Cuando Laia me veía caer y me sacaba a tomar un vino, que eran tres y después una cena, y nos intercambiábamos planes de verano que estaban por llegar y noches de buenos amantes y algunas derrotas que a veces se parecían mucho entre sí.
"Cuando Quim ponía un vinilo de Muddy Waters mientras preparaba el café en su ático minúsculo de la Barceloneta a la una de la tarde del domingo y yo me quedaba tumbada en el colchón sobre una alfombra azul viendo bailar las cortinas con el balcón abierto y oliendo un poco a mar y más a pescado frito del bar de vermús de abajo, y sentía que todo eso era acogedor y Quim, un poco blando, sin saber en realidad si buscaba a alguien más duro. Incluso tiempo después, cuando Quim pasó y otros vinieron a mi casa o a mi cama y yo a las suyas, y después se fueron o me fui porque así estaba bien, o cuando no lo estaba y lloramos por no saber sacarlo adelante, o cuando pensaba que para reposar en la estabilidad ya habría tiempo, incluso entonces seguía echando de menos a mi madre”.