Me pasa que en cuanto encienden las luces de navidad me pongo más crítico, más bien me pongo criticón; más criticón. Y como están las calles del centro con demasiada iluminación me fijo en cosas desdeñables. Por ejemplo, analizo de urgencia el paisanaje que hace colas para sacarse una foto con un oso de ledes en Carlos III, la moda estos días, incluso entre quienes han venido de puente y olvidan un poco el selfi delante del engendro descomunal de bronce que conmemora el encierro.
En conjunto hay mezcla de edad: familias, grupos de adolescentes también y, claro, gente mayor. A mí me pillaba de paso, bastante insensible a las endorfinas que dicen producen las luces, porque nos íbamos al Gayarre. Ya dentro del teatro pude constatar cómo se produce de hecho un filtro de edad a la entrada, de manera que la media sube a más de los sesenta posiblemente. Debe ser cosa de ciertas formas culturales y sociales en vías de extinción. El otro día en el cine, fuera de los pelotazos para masas más tiernas que monta Hollywood, pasaba lo mismo. Muchas más mujeres si atendemos al género, pero sobre todo gente de una cierta edad, y no era martes, el día del jubilado. Hace poco más de una semana, en la manifestación solidaria con Palestina contra el genocidio, pasaba lo mismo.
Había gente joven, no cabe duda, y estaban los de la batucada moviéndonos a todas, pero lo que abundaba era el pelo escaso en hombres y el decolorado natural de tantas mujeres. Igual es que vamos siendo más porque los boomers ya estamos en esas edades, no lo niego, pero la falta de remplazo en la movilización social o en la cultura que exige cierto nivel de atención puede ser todavía peor de cara al futuro que la desmovilización social general (pan y circo y redes e IA) o que haya esa prole de jóvenes fachas ruidosos que comentan los medios.