Días como el de este miércoles, dedicado a los Derechos Humanos, sirven para visibilizar algunas obviedades demasiado a menudo olvidadas: no hay proyecto democrático digno de ese nombre que pueda construirse al margen de los derechos fundamentales. La política se llena en demasiadas ocasiones de debates ideológicos sobre modelos sociales y económicos que se articulan de espaldas a las garantías de dignidad, igualdad y libertad reales de las personas o que no insertan estos principios en el pragmatismo, entendido como mecanismo para generar consensos prácticos sobre soluciones ejecutables y no solo enunciativas. Ambas técnicas de acción política reducen la democracia al acto del sufragio y la obtención de esos votos a prioridad. Votar es condición necesaria, pero no suficiente, para un sistema que se llame democrático.
Si tras las urnas se legitiman políticas que recortan derechos, precarizan vidas o generan miedo, lo que se erosiona no es solo el contrato social, sino la credibilidad del propio concepto de libertad. Una democracia que se desentiende del cumplimiento efectivo de los derechos humanos se convierte en una fachada formal, vaciada de contenido. Nos rodean actitudes justificadas como políticas que practican esa mala utilización del discurso democrático: libertad no es insolidaridad, seguridad no justifica señalamiento e igualdad es un principio universal, no privativo de colectivos de intereses afines.
En este contexto sufren especialmente los derechos de la infancia y de las mujeres. Una sociedad que tolera que niñas y niños crezcan en la pobreza, sin acceso pleno a la educación, la salud o la protección frente a la violencia, está renunciando a su futuro. Asimismo, normalizar la desigualdad salarial, la violencia machista o la sobrecarga de cuidados sobre las mujeres, construye ciudadanías de segunda categoría.
Cuando se enfocan los discursos sobre la libertad hacia frivolidades como el derecho a consumir, a no asumir la corresponsabilidad hacia el bienestar colectivo o a priorizar objetivos individuales sobre soluciones comunes, se practica el cinismo. Los derechos humanos requieren que se supervise su garantía. No basta con proclamarlos en textos legales si se convierten en promesas incumplidas. Por esa vía se alimenta la frustración, el desapego democrático y vence el populismo.