en el Estado español se recurre extraordinariamente poco a la posibilidad de consultar a la ciudadanía los asuntos y decisiones políticas. El referéndum de 1986 sobre la permanencia o no en la OTAN (el ingreso no se realizó con el PSOE en el Gobierno, sino con Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD) como presidente), Felipe González lo convirtió en un subterfugio al declararlo no vinculante. En Navarra, País Vasco y Canarias ganó el no a la OTAN, con un valor político nada desdeñable, empero no por ello se ha desmantelado el polígono de tiro de las Bardenas. Asimismo, en 2005 se celebró otro referéndum con el propósito de aprobar la Constitución europea, cuya participación superó por muy poco el 40% del censo. Paupérrimo bagaje para cuatro décadas de vigencia de una Constitución que prevé en su artículo 92 la celebración de referéndums consultivos para asuntos de especial trascendencia, que los debe proponer el presidente del Gobierno.

Hace algún tiempo, Unidos Podemos planteó un referéndum sobre el encaje de Catalunya en el Estado en que participase el conjunto de la ciudadanía española. Aunque el resultado en las nacionalidades históricas no fuese vinculante, se deduciría nítidamente el porcentaje de apoyo a la independencia en los respectivos territorios. Si el a la independencia se reflejase patente y perceptiblemente tras el escrutinio en las circunscripciones en cuestión, los partidos nacionalistas deberían gestionar el corolario de la forma más adecuada, pues la legitimidad de su acción política ganaría muchos enteros, máxime que la repercusión internacional sería enorme. Solo cabría hacer política, y de la buena. El Estado, en cambio, carecería de justificación democrática para reprimir las reivindicaciones del nacionalismo. O, al contrario, si el no a la independencia ganase en Catalunya o en Euskal Herria, los independentistas perderían fundamentación y base para seguir con sus demandas más radicales. En política, a pesar de las reticencias, prejuicios e ideas preconcebidas que se tengan, que la ciudadanía perciba las razones y las argumentaciones como válidas, justas y sensatas resulta fundamental. Por lo tanto, una consecuencia relevante de un referéndum con estas características se encontraría en que tanto los partidos nacionalistas, como los estatales, como los medios de comunicación y la propia sociedad, además del resto de la UE, a la hora de abordar el asunto del soberanismo catalán y vasco-navarro, sabríamos a qué atenernos, puesto que manejaríamos datos fiables y exactos, y no aproximativos, del apoyo real de las sociedades catalana y vasconavarra a la independencia. Y todo ello cumpliendo estrictamente la legalidad vigente y sin perjuicio de que en un futuro más o menos próximo se procediese a una reforma constitucional que permitiese un referéndum bilateral y acordado entre el Estado y cada una de las nacionalidades históricas.

Otra importante virtud de esta propuesta estriba en que la celebración de este referéndum específico a nivel estatal, con independencia del resultado, podría asentar un acuerdo de Gobierno entre el PSOE, Unidas Podemos y los partidos nacionalistas, que sería factible sin traspasar líneas rojas y sin la necesidad de una reforma apresurada de la Constitución. De este modo, se afianzaría una alternativa fiable al Gobierno de la derecha radicalizada y recalcitrante, que evitaría la deriva perniciosa hacia un Estado autoritario a que parece que nos vemos abocados sin remisión. Los partidos concurrentes en la moción de censura contra el Gobierno corrupto del PP están obligados a entenderse por el bien del sistema democrático, ya que lo contrario pone en jaque las libertades civiles y políticas y los derechos sociales en el conjunto del Estado. El derecho a decidir no debería convertirse en un impedimento infranqueable.

El autor es escritor