Recientemente se ha inaugurado en la Ciudadela de Pamplona una muestra de pintura abstracta bajo el título de Abstraktu. Un cuidado montaje muestra un recorrido por varias décadas de este género con una selección de buenos artistas locales, estatales e internacionales.

Podemos imaginarnos a muchos de los centenares de pamploneses que recorrerán la exposición, paseando entre las obras, con una actitud entre respetuosa y de quien se enfrenta al arte con un gran complejo de inferioridad. “El arte es arte, es cosa de genios, y si no lo entiendo es culpa mía, que no tengo ni idea de esto”, pensarán muchos de ellos. Es al menos lo que ocurre a gran parte de mi familia, mis amigos o mis compañeros de oficina. Alguno de ellos reaccionará incluso a la defensiva, pronunciará incluso la manida frase de “esto lo hace mi hijo de tres años”. Prejuicios y más prejuicios. Pero, como dijo Hanna Arendt, no podemos ignorarlos. Porque en el fondo los prejuicios nos son comunes a todos, forman parte de nosotros mismos y apelan a realidades innegables. La única forma de combatirlos es asumir la parte de verdad que ellos conllevan. Si esto se pasa por alto, ni batallones enteros de ilustrados oradores, ni bibliotecas enteras de folletos explicativos podrán deshacerlos.

Esa desconexión del arte abstracto con el público tiene una parte de verdad, y se encuentra en la ausencia de tema. El arte abstracto no habla de nada en concreto, y no tiene por tanto un cebo que enganche al espectador, en palabras de Francis Bacon. Seguramente, a los escépticos les gustará escuchar su opinión al respecto: “La pintura abstracta es algo totalmente estético, sólo se interesa realmente en la belleza de las líneas o las formas. Los pintores abstractos tratan de captar las emociones, pero los resultados son demasiado débiles para que puedan transmitir algo. El arte es registro, es información, y en el arte abstracto, como no hay información, no hay más que la estética del pintor y sus escasas sensaciones. Nunca hay tensión en la obra”. Tal vez le den la razón quienes se encuentran cansados de ver estos cuadros en los halls de los estandarizados hoteles NH o en la salita donde la televisión nos mostrará cómo Pedro Sánchez recibe a Albert Rivera.

La relación entre lo que se ve, lo que se siente y lo que se piensa ante una obra es el enigma en el que se funda el arte. Ese frágil equilibrio entre sensación, emoción y razón, imposible de describir con palabras, hermético a cualquier sistematización, se mantuvo estable durante varios siglos en la pintura occidental. Pero hubo al menos dos tempestades que alteraron ese equilibrio. La primera es una de largo recorrido, y es el viaje que lleva haciendo el arte hacia la filosofía, hacia el logos, desde hace tiempo. La segunda, más concreta y material, no fue otra que la invención de la fotografía. Ésta hizo huir al pintor hacia la abstracción, hacia el arte por el arte, hacia el arte sin tema. “El técnico despidió a los pintores”, en palabras de Walter Benjamin, quién describió certeramente ese fenómeno hace ya 100 años.

Pensado en esos términos, los pintores abstractos son quizá unos supervivientes, unos náufragos o incluso unos maquis de estas batallas. Reivindicados desde sus limitaciones, desde su débil posición, tal vez es cuando adquieran su parte de valor, como una especie de poetas que narran una cruzada perdida hace ya muchos años. No lo harán desde luego si nos hablan reclamando las etapas gloriosas de la historia del arte, con palabras tan por otra parte masculinas como “genio” o “trascendencia”. Oteiza proclamó con estos últimos su orgullosa victoria, pero acabó confesando, tras fundir cientos de toneladas de acero, que le interesaba, más que la propia obra, su explicación. Contaba que lo abstracto sólo le valía si servía para contar su verdad espiritual, la “nada trascendental”. Los perdedores en cambio nos dirán humildemente que apenas nos pueden contar alguna certeza. Que, como decía Nietzsche, la verdad es fea. Y que teníamos el arte para no perecer a causa de la verdad.