veces pienso qué hubiera sido de nosotros sin esta primavera detenida, sin este repentino silencio, sin esta profunda cueva; qué hubiera sido sin ese escribir sin márgenes y a corazón abierto, sin ese sumergirnos tan temprano entre las sábanas, sin ese sostener en nuestro regazo tanto libro a la espera. ¿Qué hubiera sido de nosotros y nosotras sin barrer despacio las hojas de la puerta, sin ese astillar la leña sin prisa, sin ese duelo con las peligrosas zarzas a las puertas de nuestras casas€?

¿Qué hubiera sido de nosotros si no hubiéramos releído las cartas de juventud, si no hubiéramos tenido la oportunidad de volver a amar, de volver a pedir perdón, de volver a olvidar? ¿Qué hubiéramos hecho sin ese reloj escondido en el cajón, sin esta oportunidad de parar el tiempo y agradecer? ¿Qué hubiera sido de nosotros si la vida no nos hubiera brindado esta oportunidad de volver a empezar?

"Quiero que no me abandones, amor mío, al alba€", decía el noble bardo que ahora rasga guitarra desde otras alturas, ahora canta a un amanecer sin heladas. Vinimos a la tierra sólo para aprender a no abandonar nadie a su suerte, ya sea al alba, ya al caer la tarde. En realidad, nadie está abandonado. La soledad y la muerte son las quimeras que iremos restando de nuestros vocabularios del mañana. Ni siquiera quienes se preparan para el último aliento en la aparente soledad de una UCI o residencia de mayores están solos. Ni siquiera en la compañía del dolor o la enfermedad en las estancias blindadas y separadas están solos.

Nadie está solo. Ésa es quizás la esencia de nuestro canto sin pena ni guitarra. Nuestros padres no están solos en medio de las más encarnizadas y globales epidemias. No están solos ni solas quienes atravesaron el largo desierto del franquismo con la sonrisa en los labios; quienes en las noches de calma tras la refriega osaron sentarnos en el sillón y hablarnos de perdón y reconciliación. No están solos los que nos abrieron las puertas de casa cuando veníamos de volcar los coches y el sistema; los que nos llenaron el bolsillo cuando salíamos a la más que incierta aventura; los que visitaron con inocentes pastas de te las comunas en las que deambulábamos desnudos.

No están solos los que jamás nos cerraron las puertas; los que, con nuestras manos manchadas, siempre abrazaron. No están solos los que nos dieron vida, pero sobre todo norte; los que sostuvieron valores cuando todo se puso en saldo, cuando las rebajas se volvieron escándalo.

Ni siquiera nos han permitido comenzar a abonar la deuda. Han cumplido sobradamente su misión. Las residencias se están vaciando, nos están dejando. No son los niños de la guerra, son los artífices de la noble y verdadera revolución del silencio. Son los aitonas y amonas que se entregaron en cuerpo y alma; los que lo dieron todo por lo que ahora somos y gozamos. Parten ahora cuando por fin reparamos en la terrible deuda que hemos contraído. Muchos amigos ni siquiera les pueden decir adiós. Otros, vestidos de astronautas y con mampara de por medio, tratan de recordarles algo todo esto.

Pedimos por los que han partido y ahora leen cartas de un amor más sublime sin tachones ni garabatos, y ahora cortan zarzas sin espinas y pintan cuadros de un celeste desconocido. Pedimos por quienes no han tenido hojas a barrer ni leña que astillar. Pedimos por los que no han podido disfrutar de estos días tal como a nosotros la vida ha tenido a bien otorgarnos.