Por favorable que sea un lugar cerrado y por mucha amplitud que tenga un piso donde conviven forzosamente personas sin poder salir, al cabo del tiempo afloran entre ellas efectos perturbadores en forma de discusiones o algo peor. En el caso de la alarma que nos ocupa, lo habitual es sentirse como en una prisión, dado que el tiempo se hace muy largo y, a ratos, uno cree estar muy solo en compañía de€Además, a partir de cierto grado de acumulación, la permanencia en casa te aleja más de la realidad por la sombría quietud de una ciudad adormecida, que sólo rompe su silencio cinco minutos al atardecer con ese vis a vis concluyente de balcones que nos lanza mensajes de no sucumbir a los ataques del virus porque en ninguna época la humanidad ha fenecido del todo. Y así, con la libertad limitada y con parte de nuestros derechos cercenados en aras del bien común, llega el día en que se franquea el portal de la calle, donde los primeros pasos resultan raros ya que el vivir retirados de la vida exterior ha dejado cierta tensión en los pies. No obstante, la reacción primordial de esta dura prueba de aislamiento es recuperar el equilibrio interior porque, a partir de ahora, nada va a volver a ser como antes y, por eso, no es conveniente recordar el pasado en forma de nostalgia, sino mantener la claridad de juicio para valorar en un futuro próximo tanto alegrías como contratiempos y temer que cosas superfluas pero preciadas desaparecerán de nuestras vidas pero brotarán otras nuevas porque, según el poeta: "este mundo, bueno es si usamos bien de él".Del mismo modo, creo que el conocimiento de esta epidemia universal a los jóvenes les servirá de ayuda para madurar y a los viejos nos hará más jóvenes, porque quienes han experimentado lo peor, suelen ser felices con lo normal.