Hace unos días pasé por la gasolinera para repostar. Me atendió un empleado con el que da gusto hablar cuando no hay nadie a la espera de ser atendido. Como de costumbre, le pregunté por sus cuatro hijos, todos de edad escolar. En el momento de despedirnos, me dijo que su anciana madre había fallecido unos días antes. Cuando me recordó, sin alterar su rostro, que el último adiós entre ambos le había dejado en perfecta paz y serenidad interior porque "la muerte hay que vivirla", quedé sorprendido ante la manera de sublimar su sentimiento de tristeza hacia un estado de satisfacción por haberle tocado la suerte de presenciar el postrer suspiro de su venerada madre. Está claro que, en tal caso de muerte natural, ocurrió lo opuesto de lo que suele suceder en cualquier sección aislada de UCI por covid-19 donde, para evitar el contagio, los familiares no pueden acompañar a la víctima que está muriéndose, por mucho que, para un paciente en situación crítica de agonía, sea más apacible morir en compañía de los suyos que, a solas, con la asistencia del personal sanitario, ya que el riesgo de contagio, tan difícil de evitar, priva al moribundo de vivir su propia muerte hasta el final en que se rinde, cerrando los ojos para no abrirlos más, y sube los ángulos de la boca para no bajarlos más, preguntándose que, si nacemos en público, por qué no hemos de morir rodeados de nuestros seres queridos. Es verdad que, hace unos años, tuve una experiencia parecida a la del operario de gasolinera con su madre, cuando la mía moría en la fecha que me correspondía cuidarla, según el sistema de turnos que habíamos establecido todos los hermanos. Lo cual, sin duda, nos ha enseñado a él y a mí, como escribiera el ensayista italiano Ernesto de Martino, que "la muerte forma parte de la vida por ser su inevitable conclusión".