na de las cosas más tristes que nos está deparando esta covid-19 es lo mal que se muere. Morirse en este periodo pandémico es una faena tremenda para el que fallece, porque lo hace en la casi soledad del hospital o residencia, y para la familia que no puede acompañarle. No se les puede arropar los días siguientes al no poder juntar al resto de la familia ni a los amigos. No hay posibilidad de honrar al que se nos va con el cariño y la cercanía de los abrazos. Momentos ya de por sí difíciles y duros, hoy en día se convierten, como cuentan las que lo han pasado, en momentos de una tremenda tristeza y soledad. Si algo nos está haciendo reflexionar son estos episodios, la importancia del acompañamiento en la fase final de la vida y a la persona que se queda viva. No sabemos si el muerto sufre, suponemos que no, pero el que realmente padece es aquel o aquella que ha convivido con la que inicia el viaje sin retorno, su último y definitivo tránsito. Una de las peticiones o deseos que más se hace, ya llegada una edad, es morirse sin dolor, plácidamente en la cama de tu casa acompañado de los tuyos. Un final feliz a toda una trayectoria de vida.

En la sociedad actual del consumo como modus vivendi nos han hecho creer que seremos eternamente jóvenes, que el deterioro se puede parar con cremas mágicas, con operaciones estéticas, con un estilo de vida juvenil. Para lograrlo, lo primero que hace esta sociedad es ocultar el proceso de degradación natural que toda persona tiene si consigue vivir bastante. Las personas mayores desaparecen de las pantallas, de la publicidad y hasta de las calles y casas. El envejecimiento molesta a una gente que pretende vivir en una eterna primavera. La muerte no se da, tan sólo se ve en las películas, en los videojuegos, pero no se quiere sentir en la vida real. Para esta gente es una mala idea mostrar el proceso de muerte natural a sus hijos/as porque igual sufrirían y eso les debilita. Y es al revés, vivir la muerte como algo natural, despedirse de los que nos han dado todo, verlos cómo poco a poco van acabando sus vidas, es lo que realmente nos humaniza, nos hace entender el ciclo de la vida, lo que nos quita los miedos y lo que nos hace valorar la vida como algo único y exquisito.

Estamos creando, como sociedad, gentes ajenas a la muerte, y eso hace que ante las dificultades y los momentos duros no se tenga la capacidad de sufrimiento y de superación. Hay un intento de matar la muerte ocultándola, Byung-Chul Han, en su libro Muerte y alteridad, nos dice "la resistencia a la muerte acaba generando un imperativo de identidad: uno se prohíbe toda transformación, como si todo conato de transformación fuera ya una manifestación de la muerte". "Uno se prohíbe no solo a sí mismo, sino también a lo distinto, toda transformación". La persona, la sociedad, que no es capaz de transformarse, de aceptar el cambio, la evolución natural del propio cuerpo, se vuelve rígido, "una rigidez cadavérica". El que reniega de la muerte, el que cree que la muerte no va con él o ella, tiende a la acumulación de riqueza. Se suele decir irónicamente de ellos que serán los más ricos del cementerio, que toda su riqueza se la dilapidarán sus descendientes. Porque si tienes conciencia de la muerte no tiene sentido acumular, de hecho la gente mayor se vuelve más desprendida, ya no necesita nada o casi nada.

Tomar conciencia de la mortalidad conduce a la serenidad, y ésta nos ayuda a afrontar mejor los avatares de la vida, a ser capaces de asumir el cambio constante que supone el vivir. Por eso, hay que poner a la muerte en el centro de nuestras vidas, hay que enseñar a bien morir, a aceptar la muerte y todo el proceso de degradación previo como algo único y hermoso. La persona que consigue llegar a una edad de las que consideramos muy mayor, aparte de tener una gran suerte, es una persona con una riqueza vivencial e intelectual impresionante. Ya por el mero hecho de haber llegado se es sabia, porque está llena de experiencias, porque lo ha vivido casi todo.

Que esta pandemia no nos quite ese momento tan humano como es la última despedida, y que no nos insufle un mayor miedo y temor a la muerte, porque nos llevará a transitar por caminos de negación del prójimo y de repulsa a todo lo distinto.

Tomar conciencia de la mortalidad conduce a la serenidad, y ésta nos ayuda a afrontar mejor los avatares de la vida