ué está pasando para que la oferta televisiva, al menos en abierto, valga en su conjunto menos que un pimiento? La tecnología mejora a un ritmo muy superior a la calidad de los contenidos ofertados en medio de una maraña de anuncios desproporcionada para el tiempo de programación. Las cadenas privadas buscan cuota de pantalla fácil; lo menos entendible es que la oferta pública televisiva, que suele depender del ministerio y de las consejerías de Cultura, se parezca cada vez más a las emisiones en abierto de las privadas, pendientes solo de llevarse muchos prime time.

La audiencia está siendo educada en la banalidad, perversa en ocasiones, que se justifica de esta manera tan simple: “Porque es lo que vende” y casi todo vale. Esto no debiera ser así viendo cómo la televisión educa o maleduca al televidente, de qué manera, desde los informativos hasta las series televisivas, algunas con una importante carga ideológica nada edificante. La televisión es una columna vertebral de la comunicación social, que por algo el ocio televisivo está entre las actividades a las que los ciudadanos dedicamos buena parte del tiempo libre en todo el espectro de edades. O lo que es lo mismo, se ha convertido en una oportunidad de oro para adoctrinarnos o adormecernos en la cultura consumista donde la telebasura tiene mucho protagonismo.

No hace falta pasar mucho tiempo viendo la tele en abierto para percatarse de la degradación de los contenidos y del lenguaje televisivo negativo, de la utilización de la intimidad y la privacidad o del número excesivo de contenidos violentos, entre otros déficits. La prensa del corazón se lleva la palma de la basura en casi todas las cadenas al haberse convertido en una fábrica de crear personajes famosos y ficticios, sin mérito profesional o artístico conocido a los que la tele les ha convertido en elementos de referencia social porque elevan la cuota de pantalla.

Es verdad que existen códigos deontológicos aceptados y de obligado cumplimiento, pero en la práctica no influyen en el resultado general final. Irse a lo fácil “porque es lo que vende” es una disculpa cínica sabiendo el poder mediático que tiene la llamada caja tonta.

¿Para qué existen tantos canales públicos de televisión? ¿Es que no existen nichos sociales -aquí en euskera y castellano- a los que interesar una programación pública madura como alternativa a tanta mediocridad? El solo hecho de educar -no adoctrinar- al televidente es una opción que puede competir con éxito en la medida que la oferta cuente con una estrategia enfocada al menos al medio plazo. Bill Gates pronosticó para el 2007 el fin de la televisión. Dijo que ocurriría al son del auge imparable de YouTube, pero han pasado casi quince años y varias crisis publicitarias y la televisión sigue siendo la abeja reina de los medios, colándose incluso entre los trending topics de las redes sociales.

Muchos programas con grandes números de audiencia no harán sombra a Shakespeare, aunque puede que sí afecte a nuestra inteligencia. La ironía nos ayuda: la televisión es una gran fuente de cultura porque cada vez que la encienden, algunos se van a la habitación de al lado a leer un libro. O escuchar la radio...

Acabo ya con este desahogo. En una sociedad como la nuestra, la calidad en el entretenimiento, la información y los espacios de reflexión son una necesidad y una obligación de los medios de comunicación, sobre todo los públicos, que no deben perder de vista la tremenda capacidad social de influir que tiene el medio televisivo. La tarea es ardua porque implica a educadores, intelectuales y líderes de opinión por una parte, y gobernantes y políticos, por otra, a los que el dedo señala por su responsabilidad en el auge de la telebasura que a veces viene disfrazada de otras cosas.