Hace poco saltaba la noticia de que un profesor de Gijón que da clases de francés (Iván Pozuelo) había sido inhabilitado por la Consejería de Educación de Asturias y sancionado con 8 meses sin empleo ni sueldo por poner notas de 10 a la mayoría de su alumnado, en un intento de este profesor por motivar sobre todo a alumnos de la clase obrera que son los que más sufren esa lacra que es el fracaso escolar, y en cuyos puestos de cabeza se encuentra España, según la OCDE. En un estudio de la UNED del 2006 se manifestaba que la clase social determinaba las oportunidades educativas de los alumnos. La probabilidad de que un alumno de clase aventajada siga estudiando después de los 16 años es de un 88%, mientras que el abandono de los hijos de jornaleros a partir de los 16 años fue de un 70% y de un 44% los de la clase obrera. La pregunta que nos hacemos es: si la Administración conoce esa relación entre pertenencia del alumnado a una determinada clase social y fracaso escolar, por qué sanciona a este profesor que intenta paliar todo el sufrimiento que conlleva esa situación cuando desde el gobierno y los poderes económicos no hacen lo suficiente para evitarlo. En este contexto, ¿es preferible que ese alumnado (que ya sufre la segregación social dado su estatus económico y cultural más precario) también acabe pasando por la humillación de la segregación escolar? Entiendo que este profesor es consciente de ese sufrimiento y de las consecuencias y le cuesta asumirlos sin hacer nada. La Consejería de Educación lo considera un hereje al que le pide que se retracte de sus opiniones con amenazas de graves sanciones, jugando con él a Galileo y a Ferrer i Guardia. En este disparate ya sólo falta que la Consejería de Salud cree un gabinete específico para encontrar el origen genético de ese exceso de empatía que padece este profesor hacia ese alumnado y volver a 1938, de la mano de Vallejo-Nájera.