Nuestras sociedades, al igual que nuestras prácticas políticas, son esencialmente distópicas. Son sociedades imaginarias que tras valores simbólicos loables como justicia, libertad o solidaridad esconden los principios materiales que las sustentan: desigualdad, exclusión, esclavitud y competitividad. Son dictaduras encubiertas cuya gobernabilidad no recae en sus instituciones formales, sino en el control que sobre éstas ejercen estructuras de poder real que las sustentan y reproducen.

Pero quienes tienen la capacidad de fabricar actitudes individuales y colectivas saben que para vivir en distopía es imprescindible que los sujetos disidentes tengan ideales, abriguen la esperanza de poder llegar a “otra sociedad” que triunfe sobre el mal del capitalismo salvaje. Para ello, lo más funcional es potenciar el pensamiento utópico como articulador de cualquier dinámica que busque el cambio, bien sea el reino de los cielos, la sostenibilidad, la soberanía de los pueblos, la erradicación de la pobreza o el socialismo. Lo importante es que quienes actuamos en aras de una transformación estemos también sometidos al imperio del capital. Pero, a diferencia de quienes simplemente se someten, nos quieren ver convertidos en esquizofrénicos angustiados por el hecho de que esa utopía que perseguimos, como quien quiere alcanzar una estrella, cada vez está más lejos y, los caminos para llegar a ella, cada vez más dinamitados por la distopía.

La liberación consiste en habitar dentro de la utopía, en formas de vida y de acción política que intrínsecamente sean la realización de esos valores que hipócritamente otros proclaman y nosotras ponemos en práctica desde reivindicaciones concretas como la publificación, la socialización de las materias primas y las fuentes de energía, la renta básica incondicional o la remuneración de los trabajos de cuidados, por citar algunos ejemplos. No olvidemos que lo único que puede garantizar cualquier ideal es la posibilidad de realizarse en el presente, único lugar donde se destilan el pasado y el futuro.

*El autor es doctor en Sociología