Como Jesús. Era un Cristo viviente. Lleno del amor de Dios. Un Papa pobre y de los pobres. Esclavo y siervo de todos. A los pies de presos y marginados. Con la ira de Cristo frente a potentados y financieros. Rompiendo las mesas de los mercaderes del capitalismo. Con la ternura de Cristo con los niños y desvalidos. Anciano con los ancianos. Inmigrante con los inmigrantes. Un hombre sin miedo a las mujeres. Nos quería y nos tocaba. Nos besaba. Un hombre feminizado. Intuía y sintonizaba con el alma femenina. La mística es superior al ministerio, decía. Conocía nuestro corazón. Hablaba de su abuela y me enamoró. Entroncaba con el matriarcado vasco. He vivido doce años espléndidos con Francesco. Un gozo permanente todo lo que hacía y decía. Sus palabras tocaban mis entrañas. Era Jesús quien me hablaba. Conciencia permanente de mi desafección a los pobres. Fustigador de mi increencia. Recuerdo su presencia oficiosa en la persona del cardenal Zuppi durante la entrega de armas de ETA en Baiona. Francesco de la paz. Como Jesús. Y el regalo entrañable de Francesco a Navarra: don Florencio, un hombre humilde, con los sentimientos de Jesús hacia los pobres. Sin boato ni oropeles. Fuera de palacios. Su casa, una residencia y su tumba en una iglesia. Un féretro desposeído del poder papal. Que no le llamasen pontíficie, él no era un señor poderoso sino un discípulo de Cristo, ordenó para su sepelio. Amitrado y con hábitos seculares apareció hace unos días en San Pedro. Ha muerto en pleno gozo pascual. Como su vida: un encendido aleluya. Con la alegría del Evangelio. Con la alegría desbordante con la que escribo estas líneas. Don Florencio, hoy, más que nunca, con usted. Un abrazo inmenso en el Señor resucitado.
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