Hay momentos en la historia en los que el mundo parece olvidarse de sí mismo. Como si la memoria colectiva hubiera sido borrada a propósito. Como si la sangre derramada por nuestros antepasados no hubiera servido de nada. La bestia ha vuelto. Nunca desapareció del todo, solo dormía. Y hoy, despierta, se alza en los discursos fáciles, en los puños cerrados de quienes gritan en lugar de pensar, en las decisiones de líderes que juegan con el destino de millones como si fuera un tablero. Hay quienes se enorgullecen de la brutalidad, quienes confunden la valentía con la arrogancia, quienes venden la libertad en rebajas. Y el pueblo, cansado, iluso, aplaude. Como si la paz fuera un capricho. Como si la dignidad humana fuera desechable.

Vemos los sistemas políticos retroceder, los tratados rotos como si fueran servilletas manchadas. La lógica comercial que tardó siglos en construirse es pisoteada por berrinches de quienes ya no tienen nada que ofrecer, salvo su propia desesperación disfrazada de fuerza. Hay países arruinados que aún sueñan con ser imperios. Otros que se arrodillan con una sonrisa en los labios, mendigando migajas con la dignidad hipotecada. Vivimos embriagados con la ilusión de que dominamos el mundo, cuando no somos más que esclavos del miedo, la ambición y la vanidad. Y mientras alimentamos la maquinaria de guerra con promesas y municiones, hay niños que mueren abrazados a sus sueños, flotando en las orillas de una Europa que ya no recuerda su historia, que ya no sabe acoger.

Nos hemos olvidado de ser humanos. Somos capaces de enviar hijos a la guerra, pero incapaces de mirar a un desconocido a los ojos. Somos capaces de matar por una bandera, pero incapaces de morir por un ideal noble. Y cuando partimos, ¿qué queda de nosotros? Nada. Ni lágrimas. Ni añoranza. Solo el silencio aliviado de un mundo que ya no nos reconocía. La verdadera tragedia no está en la muerte, sino en la vida desperdiciada. Urge volver a lo esencial: cuidar la vida, la justicia, la paz. Hasta los animales más salvajes defienden a los suyos. Nosotros, no. Nos hemos convertido en bestias civilizadas, domesticadas por la indiferencia, cubiertas de discursos vacíos. Y un día, cuando nos pregunten qué hicimos con el tiempo que se nos dio... quizá no sepamos qué responder. O quizá solo lloremos. Por dentro, para no mostrar que somos personas, que somos frágiles. Como ya es costumbre. Que la vergüenza caiga donde debe. Y si hay lágrimas, que quemen, para que de las cenizas nazca algo más humano.