Como ya sabrán, porque ha sido un chisme muy aireado, Borja Sémper y Bárbara Goenaga se gustan. Dejando a un lado la aflicción personal -uno albergaba esperanzas-, la historia es normalita y en un país civilizado no daría ni para una charla de ascensor. Aquí, en cambio, comentaristas y jueces de línea destacan que él es de derechas y ella, por ser actriz, al parecer ha de ser de izquierdas, diferencia sin duda insalvable a la hora de quererse. Glosadores y cotorras también subrayan que él es del PP y ella vascoparlante, algo tan relacionado y contradictorio como que a mí me pica un huevo y la clase de bachata se imparte los viernes. Ignoro si lo suyo es amor, pero lo de bastantes mirones es auténtica obsesión. No entienden que, más allá de la lengua que uno hable y el partido al que uno vote, existen infinitas circunstancias que nos unen y separan. No comprenden que en espacios tan enormes como la diestra y la siniestra, y en mentes tan complejas como la humana, abundan las corrientes, los matices, y que solo los intolerantes se comportan como bloques impermeables al contagio. Tampoco, en fin, se han percatado de que el idioma materno o adquirido no tiene por qué modular nuestra forma de pensar, y mucho menos la de sentir y amar. De modo que ser euskaldun es un hecho lingüístico, no una condición emocional ni ideológica. Resulta muy gráfico que en este asunto, como en tantos otros, los extremos coincidan y olviden esa definición para adjudicarnos siglas solo por el idioma que usamos. Si por ellos fuera, y por desgracia a veces es, triunfarían la endogamia y el onanismo. Y digo yo que no solo se vive, ni se goza, de besar siempre al espejo.
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