Cuando teníamos 15 años y nos aburríamos de ser buenas chicas a veces hacíamos el mal. El mal consistía en ir a un pinar situado a 20 minutos andando del centro de Estella con nuestra cuadrilla del momento, trepar a las casetas que construían entre el ramaje los cazadores como base de sus operaciones de tiro dominicales y rebajar la alteración hormonal a piñazo limpio. Incluía rasgarse los vaqueros al bajar con las piernas apretadas al tronco de los pinos, fumar hasta conseguir que nos gustara y probar destilados de alta graduación y sabor dulzón que odiaré hasta el último de mis días. Aspirar a ser malote y a crearse una reputación que provoque esa traducción nefasta de respeto que para algunos es el miedo forma parte del complejo proceso de cimentación de la identidad que suele ocurrir en la adolescencia. El abandono de la blanca ingenuidad infantil. Pero “hacer el mal” agrupa tantas acepciones como militantes que dependen de tu entorno familiar y social, tu formación, tu carácter y de otras circunstancias. El abogado defensor de un chaval de 13 años, uno de los dos menores que presuntamente participaron en Bilbao hace dos semanas en la muerte de Urren, un hombre de 43, empleó anteayer ese argumento. “Quería ir de malote” pero la cosa se les fue de las manos. A una amiga que también se retiraba de madrugada tras una cena en mi casa le atracó hace un año otro menor y un par han estado a punto de repetirlo hace nada. Ha tenido que esconderse entre desconocidos al ver que dos chicos de unos 16 años la seguían. He visto más de una vez a un par de chavales de esa edad seguir por las calles del Casco el rastro de potenciales presas perjudicadas por el alcohol que les doblan o triplican en años. La edad penal está muy bien donde está, pero algo se nos está escapando.
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