tiene razón el movimiento feminista cuando nos advierte acerca de la importancia de no individualizar el caso de La Manada, de no singularizarlo. De no interpretarlo fuera del mapa que normaliza la violencia contra las mujeres. Cuando nos advierte de que este caso no es excepcional. Que la excepcionalidad del caso es su absoluta viralización mediática. Y a esto habrá que buscarle explicaciones. Que las hay. Cuando nos señala que manadas y jueces como Ricardo González, o como quienes han encubierto a los depredadores de La Manada, no son una anomalía social. Que el juez discrepante no es un caso patológico de misoginia, -que pudiera ser- sino el producto de un sistema patriarcal y sexista. Ese que ordena y manda en muchas familias, cuadrillas, sindicatos, peñas, comités de empresa, consejos de administración, partidos políticos, medios de comunicación, universidades, tribunales, en la Fiscalía General del Estado y hasta en las comunidades de vecinos. Y si este juez se ha permitido este voto particular, vejando a la víctima y protegiendo a los bastardos, es porque se sabe amparado por no pocas castas culturales, económicas, judiciales y políticas. Porque él, como muchos jueces y fiscales, interpretan la violación como un punto ciego. O lo que es lo mismo, que una mujer violada debe desaparecer o morir para ser creíble. Y esto, como bien dice Lidia Falcón, viene respaldado por una “ legislación que tiene sus raíces en el Patriarcado más antiguo que exige que las mujeres sean carne de satisfacción para los varones. Y que si no quieren ser acosadas, maltratadas y violadas por estos no deben salir de casa y no pueden hacerse notar públicamente”. Y es que esta sentencia ha sentenciado ya a muchas mujeres. Esas que ya no denunciarán sus calvarios ni pedirán amparo a los tribunales. Para lo que sirve. Sus infiernos son poco más que un atestado.
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