Soy muy literal. Me pierde. Me fío de lo que se dice y de cómo se dice, lo que no significa que me lo crea, sino que tengo el convencimiento de que retrata muy bien a quien lo produce. Esto, en cuanto a la recepción de mensajes. Respecto a la emisión, hay una palabra, ambigufobia, que en algún grado difícil de precisar expresa uno de mis padecimientos, la necesidad de explicarme con exactitud y sin resquicios que generen dudas o interpretaciones incorrectas que necesitarían de nuevas explicaciones y así hasta el infinito y más allá, o no tanto, a juzgar por el legado póstumo del gran Hawking.

Por eso, hay expresiones que, aunque habituales y generalmente inadvertidas, me desasosiegan hasta la sospecha o la irritación. En este orden de cosas, estas últimas semanas se ha repetido el fenómeno que califico de identidad abundosa. Un conocido y emergente político ha hablado como cargo electo, padre y ciudadano. Las tres personas no se ponían de acuerdo en su verbo. Es una de las posibilidades, un ejemplo de identidad abundosa dialéctica, un hemiciclo íntimo, razonable si tenemos en cuenta la cantidad de gente que hay dentro de ese señor. Si analizamos, es meridiano que alguna de esas personalidades intestinas responde a programas, intereses o limitaciones externas mientras que otras son más espontáneas. ¿Eligen entre ellas sus votantes o van todas juntas en discordante oferta?

Por el contrario, la identidad abundosa sumatoria supone una ventaja que duplica o triplica el valor de las declaraciones, es redundante y casi un pucherazo. Si no, ahí está la que opina como periodista, como mujer y como madre, o quien, más contenida y en un postulado que siempre me ha resultado inextricable, lo hace como mujer y como persona.

Y luego dicen que corren tiempos muy individualistas.