Recuerdo que me impresionó mucho cuando era chaval la muerte de Thierry Sabine. De Sabine y de 4 personas más, en un accidente de helicóptero en el rally París-Dakar. Sabine se perdió en 1976 en el desierto del Teneré y fruto de esa aventura nació en 1978 el Dakar, que él mismo creó y dirigió hasta su muerte. Digo que me impresionó porque en aquellos años el Dakar impresionaba. Estábamos aún mediados los 80 y las cosas que tenían que ver con la aventura y el deporte todavía eran asuntos plagados de esa aura de épica y romanticismo que daba no contar con apenas tecnología y sí con millares de lugares inexplorados. Los pilotos se perdían y podían pegarse días así, de igual manera que los escaladores no tenían acceso a partes meteorológicos ni a nada de esto: intuición, experiencia y conocimiento. El Dakar acababa en las playas de Dakar y quienes llegaban ya eran considerados como héroes, solo por llegar. No creo que lo fueran, claro, puesto que a fin de cuentas se trataba de unos cuantos chalados más o menos pijos que invadían África con sus trastos del demonio y que de vez en cuando atropellaban y mataban a los nativos, atónitos ante lo que se encontraban delante. Pero, en todo caso, su relación con la aventura era muy superior a la actual, en la que el Dakar ya ni se celebra en África ni acaba en Dakar y en el que los participantes cuentan con recursos suficientes como para saber dónde están en cada momento. Todo lo que se ha ganado en seguridad, que está muy bien, se ha perdido en aventura, que no es otra cosa que enfrentarse a lo que no es conocido. Vale para el Dakar, para el montañismo en casi cualquiera de sus variables o para el ciclismo, en el que entre potenciómetros y pinganillos se han aniquilado casi por completo los saltos al vacío de los corredores. Los protagonistas seguro que ganan con la tecnología, los espectadores para mí que todo lo contrario.