Lo que está sucediendo en Catalunya estos días tras la desproporcionada y rebuscada sentencia del procés no está haciendo sino agravar el ya de por sí atascado problema catalán, que existe y existirá mientras desde Madrid no se avengan a hablar: la mitad de la población o más está a favor de un referéndum legal que permita conocer qué relación quieren los catalanes con España.

Esta verdad existe y solo los actos vandálicos de una mínima parte de la población frente a la actitud pacífica de la inmensa mayoría acosada y atacada por las distintas policías en algunos casos están sirviendo para que políticos irresponsables y medios de comunicación entregados a la estrategia de aplastar la realidad y mostrar los disturbios como si aquello fuese el Beirut de los 80 estén encantados con la situación. Si la violencia- que tiene muchas formas de expresarse- es en sí misma execrable e inútil, cuando hablamos de este caso aún más, puesto qué más quieren los partidarios del cerrojazo y del 155 que acostarse cada noche y levantarse cada mañana con imágenes de contenedores ardiendo y de padres con niños en brazos saliendo de casa temerosos de las llamas: es la naturaleza independendista.

Es la historia mil veces repetida, pero que en ocasiones así es sencillo de comprender que no es fácil de eludir: la rabia de muchos ante la sentencia tras mucho tiempo en estado pasivo es compleja de detener, ni siquiera por líderes políticos de mayor calado y carisma que este Torrá que parece recién sacado de algún loquero. Si muchos de los actos de algunos líderes independentistas hace dos años fueron criticables y negativos, los de estos días no lo parecen menos. Porque del otro lado ya sabes qué hay y qué puedes esperar: entre otras cosas, meter 9 años de cárcel a quienes hace dos años se subieron encima de un coche y pararon lo que ahora nadie ha parado aún. Pésima combinación.