A veces rezo, como la noche del viernes. Me meto en la cama y recito algunas de las oraciones que aprendí de niño, cuando todo era confortable y suave, por fortuna. No es mucho tiempo, apenas unos segundos, y no son muchas veces, son contadas aquellas ocasiones en las que lo hago, la anterior ya no la recuerdo. No sé muy bien el mecanismo interno que me lleva a hacerlo, si soy ateo y no creo ni en los rezos ni en las oraciones ni en nada de esto, pero supongo que tiene que ver con el hecho de saber que no pierdo nada y que, oye, estoy seguro de que no hay un Dios pero quizá existan corrientes positivas por las cuales si miles o millones de personas desean algo a la vez quizá exista una mínima posibilidad de que eso empuje en una buena dirección. No fue así. Te levantas por la mañana, enciendes el ordenador y lees que el pequeño también ha fallecido, que ya está cogido de la mano de su hermana en algún lugar mucho más seguro que este planeta, lejos de donde nada les pueda ya hacer daño. Son noticias tan devastadoras y sensaciones tan crueles que es imposible no estremecerse ante la idea de esa madre y ese padre que desde la noche del viernes tienen el abismo bajo sus pies, ante la certeza de que no hay dolor mayor ni de tanta intensidad ni duración y que prácticamente nada de lo que se pueda hacer se puede hacer ya. Son de esas cosas que nos desmontan y ante las que se siente en toda su crudeza la injusticia de la vida y su enorme y arbitraria crueldad, que se nos hace aún más insoportable cuando quien la padece son niños pequeños y sus familias, como ha sucedido en el trágico accidente de Estella. Me gustaría creer que como sociedad estaremos a la altura de esos padres y sabremos ayudarles y atenderles en lo que puedan necesitar a partir de ahora y esté en nuestra mano hacer, más allá de hoy, mañana, el mes que viene o dentro de seis. Buen viaje, angelicos.